2.- Laicidad y democracia

Si consideramos el laicismo como una forma de pensar y concretar la independencia del Estado y sus Instituciones de las confesiones religiosas y sus organizaciones e iglesias, también podemos hablar hoy del término “laicidad” cuyo origen etimológico procede del griego “laos” que significa pueblo, sinónimo a su vez del término “dêmos” que es la raíz de la palabra “democracia“. En consecuencia, si seguimos la etimología podríamos establecer entonces que toda sociedad dotada de mayores o menores dosis de “laicidad” es aquella cuya organización y gobierno están con mayor o menor profundidad, intensidad o frecuencia dirigidos por la voluntad del pueblo, lo cual nos llevaría de una u otra manera a concluir que laicidad y democracia son real y efectivamente inseparables, no pudiendo existir por tanto, al menos conceptualmente, la una sin la otra.

Sin embargo, este término de “laicidad” como cualidad que caracteriza a lo laico como aconfesionalidad e independencia del Estado y sus instituciones de cualquier forma de creencia o religión instituida o no, ha venido siendo últimamente utilizado por la Iglesia Católica, con el fin implícito de descafeinar de algún modo la radicalidad de un laicismo basado en los Derechos Humanos. Así por ejemplo Ratzinger en su visita como Papa Benedicto XVI a París en 2005, dijo a los periodistas que “la laicidad en sí misma no es contradictoria con la fe, sino que la fe es fuente de una sana laicidad” defendiendo así la idea de una “laicidad sana“.

Desde esta perspectiva y según lo declarado por Ratzinger (el Papa emérito Benedicto XVIII) podríamos entonces admitir que la buena y “sana laicidad” es la que surge de la fe, de la creencia religiosa y de la Iglesia Católica y que la laicidad mala o insana laicidad, son todas las demás, lo cual desde luego, no solo es una contradicción terminológica, sino la introducción de una nueva dimensión maniquea para hacerse valer por encima de cualquier otra concepción, la concepción religiosa y católica, que para Ratzinger y muchísimos católicos se sitúa siempre como último fundamento de la Ética. Obviamente, esto es algo no solo excluyente en cuanto que patrimonializa el discurso ético como propiedad última de lglesia Católica, sino que entra también en franca contradicción con los artículos 1 y 18 de los Derechos Humanos Universales.

En estos aspectos conceptuales, es interesante señalar también que el término “laos” fue históricamente oponiéndose a todo lo que significaba “sagrado” dando lugar después a la palabra “laico” como aquel individuo que no es sacerdote, clérigo, diácono o representante de ninguna religión o institución eclesiástica. Una palabra que se ha utilizado profusamente por la Iglesia Católica para describir a aquella persona, que aun siendo católica, no forma parte del clero y que se asocia también a la palabra “lego“, como aquella persona que desconoce o ignora algo y en este caso, lo sagrado. De hecho la Iglesia Católica ha llamado y llama “legos” a los novicios que no han sido ordenados sacerdotes.

Estos matices pueden llevarnos a concluir, conforme nos indica el teólogo Ignacio González Faus que  hablar de laicidad significa sencillamente afirmar que todo estado laico y por tanto democrático es “lego” en materias religiosas, es decir, que no sabe o no toma postura ante ellas, lo cual no es lo mismo que decir que es agnóstico o indiferente (pues esto ya son tomas de posición) sino que es “prescindente” ante las preguntas últimas y los problemas cosmovisionales. Y, dado que la religión es cosa de los ciudadanos concretos, se trata de una prescindencia respetuosa. Salvo, naturalmente, cuando las religiones o las cosmovisiones se vuelven delictivas (ellas y no alguno de sus individuos concretos). No obstante y aunque este argumento es lógicamente válido y aceptable, encierra a mi juicio una trampa en el sentido de que parte de unas distinciones que también tienen lo suyo de prepotencia y clasismo en el sentido de que ni laicos religiosos o no-religiosos, ni legos podrán por sí mismos interpretar, valorar, analizar el hecho religioso, la fe, ya que siempre necesitarán de un pastor que los guíe como rebaño.

En cualquier caso, las consideraciones anteriores nos ayudan a inferir que laicidad no es lo mismo que uniformidad no religiosa. Es más bien equivalente a pluralidad o multiculturalidad. La laicidad implica pues una pluralidad axiológica, lo que es lo mismo que decir, que el laicismo no solo puede incluir diferentes visiones de lo religioso y lo no-religioso procedentes de las diversas culturas que conforman una determiniada sociedad, sino que debe necesariamente incluirlas por puro principio de coherencia.

Sin embargo esta visión del laicismo como una corriente de pensamiento y un posicionamiento político plural, no está exenta de dificultades, sobre todo por la tendencia que tenemos los humanos a dogmatizar, pontificar, sacralizar y considerar que la única verdad y la única razón es la que nos asiste y que todas las demás son de inferior rango o son potencial o efectivamente erróneas. De esta manera puede suceder que las posiciones laicistas al impregnarse de dogmatismo caigan precisamente en el mismo error que tratan de combatir, imponiendo así por la vía del dogma un pensamiento o una concepción única y verdadera de lo que debe o no debe ser el laicismo. Y así el laicismo puede derivar en una ideología más de esas que pretenden imponerse a la totalidad de la sociedad y que necesariamente hay que decretar para todo el mundo mundial.

Pero el laicismo no es eso, no. El laicismo es más muchísimo más que una simple ideología o creencia. Es sencillamente una posición personal y social, exterior e interior que respeta todas las ideologías y creencias ya sean religiosas o no-religiosas y de ninguna forma pretende erigirse en pensamiento único, por eso mantengo que el laicismo además de una necesidad social, cultural y política es también una actitud interior que inspira y fundamente nuestra conducta cotidiana y nuestras relaciones sociales. Por eso aunque a los movimientos y organizaciones laicistas se les acuse de caer en los mismos errores que denuncian, acusación que curiosamente siempre hace la Iglesia Católica adoptando una estrategia de “ojo por ojo y diente por diente” que es obviamente contraria a lo que predica en sus discursos y homilías, no debe impedirnos para seguir afirmando en lo conceptual, conductual e institucional que si queremos profundizar y ampliar nuestros niveles de desarrollo democrático, necesariamente tendremos que ampliar y profundizar nuestro grado de comprensión y compromiso con el laicismo y las actitudes y compromisos políticos que se derivan de él.

El laicismo, tal y como aquí lo entendemos, no es ni puede ser en absoluto, una ideología o una posición política dirigida a combatir, oponerse, menospreciar, discriminar o actuar en contra de toda forma de religión y sus diferentes expresiones, sencillamente porque el laicismo, más que una posición ideológica o una concepción política, bebe de los fundamentos y los valores esenciales que están en la base de los Derechos Humanos Universales y toda organización o institución política de carácter democrático. El laicismo, más que un conjunto de principios basados en valores profundamente democráticos, es sobre todo una actitud personal que comporta también un acuerdo y un consenso social en torno al reconocimiento, en primer lugar, del derecho de la igual dignidad de todo ser humano y en segundo, a la libertad de conciencia, de pensamiento, de creencias o de religiones, siempre que estas libertades no contravengan el primero. Y al decir una actitud personal, estamos diciendo también, que el laicismo como posición ideológica o movimiento social organizado o la laicidad como característica que inspira la actitud de ser y comportarse como laico  posee también unos contenidos cuya base únicamente puede encontrarse en la libertad, la igualdad y la fraternidad, al mismo tiempo que unas formas de actuar y de comportarse individual y socialmente cuyo fundamento reside en el principio de tolerancia y convivencia pacífica de las diversas concepciones, cosmovisiones, culturas y religiones con las que se agrupan e identifican los más diferentes grupos humanos.

Así pues la laicidad o el laicismo, aunque haya diversos autores que se empeñen en diferenciar ambos términos, se basan en los mismos principios rectores:

  1. IGUALDAD. La igual dignidad de todo ser humano independientemente de sus circunstancias, adscripciones, creencias, cultura, origen, sexo o etnia.
  2. RESPETO. El respeto a la libertad de conciencia y de pensamiento.
  3. AUTONOMÍA. La autonomía de lo político, del poder civil y democrático frente al poder religioso y cualquier injerencia que este desee plantear o exigir en nombre de una su creencia particular.
  4. LEGALIDAD. La necesidad de garantías legales capaces de hacer posible, visible y concretas condiciones objetivas de igualdad y no discriminación.

Estos cuatro principios, el laicismo ha intentado aplicarlos y ponerlos en práctica defendiendo siempre el derecho que tiene cada individuo a la libertad de conciencia, lo cual exige necesariamente la separación entre lo político y lo religioso, el Estado y las Iglesias y más concretamente entre lo público o general y lo privado o particular. Sin embargo esto no es tan fácil y simple como superficialmente podemos apreciar, dado que las sociedades actuales, no solo son la expresión de una extraordinaria diversidad y pluralidad, sino que además son de una extraordinaria complejidad en el sentido de que sus numerosos problemas están todos interconectados y lo que aparentemente puede presentarse como una visión laica o científica, puede convertirse en una visión dogmática e incluso teísta.

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