
Este artículo es el Nº 2 de la serie “LA OTRA LEY DE LA SELVA” que quiere ser una aportación a la visión de las Ciencias Sistémicas, un acercamiento a la naturaleza con un pensamiento que no aísla los objetos del conocimiento sino que los repone en su contexto y los devuelve a la globalidad a que pertenecen. Se parte de unas experiencias en la selva amazónica y se analizan en claves de la ciencia actual y de planteamientos filosóficos.
PALABRAS CLAVE: complejidad, contagio emocional, selección grupal, caos y orden, niveles de realidad.

II
LOS MISTERIOS DE LA SELVA. LA INICIACIÓN
Tengo que centrarme en Bolivia, corazón de Suramérica, en el multiétnico y multicultural Perú y en la inmensa y variada Argentina. El hilo conductor, mi interés en conocer estos ambientes a cambio de unos cursos a profesores sobre Multiculturalidad, Globalización, Tolerancia, Educación en Valores…
En Bolivia me sirve de plataforma la estupenda iniciativa de los Profesores de Ciencias de la Tierra, en los otros países diversos contactos con amigos.
La primera escala en Bolivia es siempre en Santa Cruz de la Sierra, de aquí nos dispersamos en pequeños grupos por las diversas zonas.
En S. Javier, de la zona Misiones nuestro grupo desarrolla su primer trabajo. Cursos de nuestras especialidades a profesores los cinco días de la semana.
¿Qué hacer el fin de semana?
Visita al Parque Natural de Amborós.
Cargado con una mochila un tanto pesada, atravieso ríos y sigo senderos con dos guías y tres compañeras. El todo terreno nos lleva por caminos accidentados bordeados de cuando en cuando por chozas o hacienditas con cultivos de mandarinas. Al atravesar un riachuelo el coche no puede subir por la orilla enfangada y hemos de echar puñados de arena y poner cañas bajo sus ruedas hasta que logramos sacarle del atolladero. Finalmente llegamos a unas chozas donde dejamos el vehículo y seguimos a pie.
El camino es un continuo sucederse de árboles y plantas de las más diversas especies.
La gargatea o papaya silvestre me recuerda uno de los árboles con el tronco erizado de puntas que hay en los jardines del Alcázar de Sevilla.
Cogemos unas semillas rojas y negras de un árbol que se llama sirari.
Los tipos de palmera que más abundan son la motacú a la que parasita un árbol que llaman bibosi y otra de espinas negras, la chonta, que da un fruto cuya carne es dulce y su hueso sirve para hacer anillos y artesanías.
Las lianas helicoides atrapan con sus volutas a todo lo que encuentran a su paso.
Nos descalzamos cada vez que atravesamos el arroyo que invade el camino.
Unos monos araña en las copas de unos altos bibosis saborean la fruta que éstos les proporcionan. Hay también por el camino unos como ficus gigantes cuyos troncos se ensanchan en su base en forma de paredes o contrafuertes que harían falta más de quince hombres para abarcarlos, son los mismos bibosis que a veces parasitan a otros arboles hasta matarlos. La garganta que alberga al río principal está flanqueada por imponentes barrancos llenos de vegetación donde resuenan los gritos de los loros y las parabas.
Subimos río arriba por un afluente de Macuñucú hasta llegar a una alta cascada. El caudal no es muy grande pero el lugar está lleno de magia. Desde una de las pendientes en un recodo cae el agua saltando entre piedras para finalmente transformarse en torrente que engrosa las aguas que esperan en el cauce. El recodo deja espacio suficiente para unas grandes peñas desde las que se contempla a placer el conjunto. La frondosa vegetación de helechos gigantes, árboles extraños y airosas palmeras trabadas por lianas y diversas trepadoras rodea todo el ambiente cubriendo rocas y colgándose por unos imponentes paredones de más de setenta metros de altura.
Mientras los demás suben a la elevación sobre la que cae la cascada yo me siento abajo sobre una roca y en posición flor de loto me entrego a las impresiones que fluyen en el ambiente.
– Desde aquí se ve un paisaje estupendo – me dicen.
- Yo soy uno con el paisaje – respondo.
Me coge cariñosa la hermosa canadiense para que nos saquen juntos una foto.
– A ver si se me pega algo de tu belleza – le digo, por aquello de la magia contaminante.
Pili me regaña cada vez que hago algún ruido que espanta a los pájaros o cometo algún error al montar la tienda en la arena; me halagan sus pequeños gestos de interés.
Fue ella quien me animó en mis primeras incursiones. Por supuesto, como bióloga, no le interesa para nada cualquier cosa que suene a filosofía. Cuando me convenció de adentrarnos con guías en el Parque a pesar de mi reticencia, me dijo que me alegraría, que aprendería muchas cosas.
- Eres mi Diotima, – le digo.
- ¿Que soy tu idiotina?
- Nada de eso, le aclaro, nada de eso tenía la maga que fue maestra de Sócrates.
Visita a la zona de Trinidad
El año siguiente, parto con mi nuevo grupo en un minúsculo aerotaxi volando a trompicones contra el viento rumbo a Trinidad, capital del Beni, ya en plena selva de la cuenca amazónica. Aquí, tras los preparativos de los cursos con las autoridades académicas, hemos visitado los alrededores y finalmente hemos planificado con una agencia, junto a una pareja de canadienses, el fin de semana en la selva. Era algo que estaba en la mente de todos. Ya en el comienzo nos han embobado las más de cuatro horas río arriba por las mansas corrientes del Ibare sumergidos en un paisaje imponente donde van alternando los bambúes, las palmeras motacú, árboles gigantescos como el ambaibo o el mapajo (algodón silvestre), con los enmarañados bejucos y diversas variedades de lianas; de vez en cuando un caimán, “lagarto” le dicen, que se sumerge desde la orilla o sus crías pequeñas que se quedan en la arena tomando el sol, por no hablar de la variedad de aves, sobre todo garzas, cormoranes, ibis, andarríos y otras menos conocidas como la carcaña, el serere, el chuví y diversos tipos de rapaces y otras que se alimentan de peces. Éstos no dejan de agitar las aguas al paso de nuestra barca saltando por todas partes hasta quedarse algún que otro presos dentro lo que hace que alguna de nuestras compañeras se entregue a la piadosa tarea de devolverlos a su líquido elemento.
Finalmente nos instalamos en una de sus riberas donde nuestro guía Papacho se ha hecho construir una pascana o barraca abierta con la ayuda de los nativos de San Bartolomé, único poblado de la zona. Allí, bajo la protección de la amplia barraca, montamos diferentes tiendas. Una frugal merienda-cena es la única comida del día antes de entregarnos al descanso.
Las estrellas confundidas con luciérnagas juguetean entre las copas de los árboles, suena incesante el chirrido de grillos y cigarras, y dan profundidad al tiempo el acompasado piar de las aves nocturnas, los chillidos de no se sabe bien qué, si del tapacaré o pato ronco, guardián de las lagunas, de los monos o de algún otro animal. Los ruidos imprecisos de algo que remueve la maleza camino del agua ponen la intriga final.
Me resisto a ir a la cama e intento salir al claro del río, pero el relieve de la pendiente y la oscuridad que no disipa el resplandor de mi móvil me dan pocas opciones y me quedo en la pascana anotando estas observaciones a la luz de un rudimentario quinqué de petróleo mientras los demás duermen.
Tras un largo camino de unos ocho kilómetros a través de la selva, dejando atrás la aldeíta de San Bartolomé, y atravesando en una canoa solitaria un río menor, llegamos, la siguiente jornada, a la orilla del río Mamoré, que más al norte hará frontera de Bolivia con Brasil afluyendo luego al Amazona. Es impresionante este gran río, aún en estas fechas de sequía. Una orilla es baja y arenosa, pero la otra está socavada por el recodo de la corriente, con sus árboles y maleza como recién caídos al agua y sus altos terraplenes recién desmoronados. Juega en el remanso el bufeo, delfín de agua dulce, mientras le observan entre otros la garza real, el cormorán o pato-cuervo, el cuajo, similar al ibis sagrado de los egipcios, y el martín pescador. La carcaña, astuta ave de rapiña, se machaca los huevos de tortuga que ha desenterrado de su escondite en la arena. Un enjambre de mariposas amarillas pone colorido sobre la franja de tierra húmeda marcada por la escoria de la selva que dejó el río en la crecida.
Retornamos por la misma senda volviendo a usar la misma canoa que nuestro guía, manejando una larga pértiga, vuelve a dejar en la orilla en que la encontramos a la ida. Él nos asegura que este mismo camino lo recorrió el Che Guevara disfrazado de campesino para reunirse con gente amiga de Trinidad. La verdad que en esta ciudad descuidada, a diferencia de Vallegrande, el lugar de su caída, se ven pocos vestigios de él.
San Bartolomé no son más que unas cuantas chozas con sus cercados, sus cochinos y sus gallinas por los alrededores. Abundan pomelos y toronjas, tamarindos, yuca y algunas plataneras. Llama la atención su escuelita hecha de mampostería, nos la muestra el maestro, está recién pintada para la próxima fiesta del patrón. Los alumnos están barriendo la hojarasca de los espacios circundantes por lo mismo. Luego está la iglesia presidida por un espantoso Cristo negro junto al santo patrón encerrado en una especie de alacena. Aunque con suelo de tierra y paredes de adobes es espaciosa lo que da a entender que este debe ser el punto de convergencia de varios núcleos similares. El acceso más natural son los ríos; aunque también hay un canino que en la época seca lo puede recorrer un todoterreno y llegar por un puente a Trinidad. Según el guía, son dueños de su tierra pero ni saben cultivarla ni explotarla. En nuestro recorrido hemos atravesado algunas zonas cercadas con ganado, pero estas son de los señores que viven en la ciudad. Los nativos están tan desconectados de todo que nuestro guía les paga su trabajo en especies: jabón, conservas, ajos, cebollas y todo un pesado saco de mercancías que les trae en su barca.
Al retorno nos encontramos con nuevos huéspedes en el campamento: cuatro argentinos que hacen deporte de pesca y tres escocesas se nos unen. El inglés pasa a ser la lengua oficial entre los canadienses, escocesas y algunos argentinos. Uno se hace la cuenta que es un gorjeo más de pájaros que acompaña a la algarabía de loros y parabas y tratas de recuperar la inmensa tranquilidad que se respira. Pero cuando eres tú el que está fuera del lenguaje eres tú el que pasas a ser naturaleza. Cosa a la verdad nada grata cuando te sientes empujado a ello sin lugar a elección, no ya la desconexión que tú asumes como pudieran ser el sueño o la soledad buscada. Y es que a diferencia de estas experiencias en que de alguna manera nos hacen sentirnos, al decir de Jung, uno con el todo, allí en cambio no logras desconectar tu sensación de solitaria individualidad con toda la desolación que ello conlleva.
Otra visita, esta vez solo, desde Trinidad: Loma Suárez y Chuchini.
Las “lomas” son grandes plataformas artificiales de tierra construidas por los más antiguos habitantes que poblaron el Beni. Como toda esta zona está constituida por tierras bajas inundables era la única manera de que sus poblados y cultivos estuvieran a salvo de las crecidas de los ríos e incluso tuvieran un foso de protección y una reserva constante de agua en las lagunas formadas en los huecos de la tierra desplazada.
Loma Suárez recibe el nombre de una familia de potentados que dominó la región a principios del siglo XX. Todo el mundo cuenta hazañas truculentas de los tres hermanos Suárez que se habían repartido toda la región, unos 5 mil Km2, y enriquecido con la explotación despótica del caucho y la castaña. En especial Nicolás cuya mansión, hoy sede de la “Marina” boliviana, preside esta loma. En la imaginería popular circulan leyendas como que este personaje tenía una laguna con caimanes y otra con pirañas y que cuando alguien se le rebelaba le mandaba azotar y una vez la sangre a flor de piel le daba a elegir a cuál de las dos lo tiraban atado de pies y manos. Otros cuentan que tenía un caimán y un tigre por mascotas a los que alimentaba entre otras cosas con la carne de los esclavos rebeldes a los que pegaba un tiro sin más cuando desobedecían. También cuentan de su harén de más de cuarenta mujeres, incluso aprisionadas para evitar la fuga. Se dice que una tuvo un hijo de él pero como lo odiaba se lo ocultó y se lo dio a criar a un campesino conocido suyo. Cuando el muchacho fue mayor mató al padre vengando así a su madre. Un fin digno de la tragedia griega.
Hay que decir que en la Guerra del Acre y luego en la del Chaco este personaje defendió los intereses de Bolivia, que eran los suyos, frente a Brasil y Paraguay. Esto al menos se lo reconocen los bolivianos a pesar de las grandes cesiones de territorio que tuvieron que pagar a esos países.
Chuchini (madriguera del tigre) es otra loma a unos kilómetros de allí donde hay un espacio habilitado para visitar. Lo lleva una señora muy amable y su familia. Ella me ha contado algunas de estas leyendas populares; su hijo, antiguo casco azul en el Congo, nos hace de guía a mí y a una arqueóloga afroamericana que trabaja en Tiawanaco y que ha coincidido con mi escapada.
El entorno es todo él lujuriante de vegetación, mangos impresionantes alternan con otros árboles variedades del ficus, con cocoteros y diversos tipos de palmeras, tamarindos, pomelos y algún que otro tajibo siempre en flor. No dejan de alborotar las parabas o cacatúas multicolores y cuando éstas se callan se oye el canto potente de un pájaro que ellos llaman ruiseñor pero no tiene nada que ver con los nuestros, si acaso su nido en forma de cesta colgante y su agudo silbido, no ya su color oscuro, guarda un gran parecido con nuestra oropéndola. Las lagunas artificiales alrededor de las lomas garantizan frescura y fecundidad.
Caminando entre la vegetación mi compañera de excursión se sube a los primeros brazos de un bibosi, planta familia del ficus que abraza y estrangula a la palmera motacú, yo me acerco a ella para que el guía nos saque una foto. Mientras ella me coge simpática por el hombro siento unos fuertes pinchazos en manos y brazos. En mi precipitación me había apoyado en una rama de palosanto y sus terribles y diminutas hormigas rojas me habían invadido. El guía me tranquiliza mientras me sacude: ya no tendrás reuma, el veneno de estas hormigas es la mejor medicina. Llevo todo el camino un escozor como de ortigas hasta que al retorno al campamento la madre del guía me alivia frotando con alcohol las picaduras.
Al ponerse el sol, las parabas y loros montan una gran algarabía en los árboles cercanos donde pasan la noche. He observado en el camino varios troncos de palmera desmochados sin hojas, sé que la palmera es el árbol más resistente a todo, incluso a los incendios pues siempre rebrota su tronco. La señora me aclara que estas cacatúas se comen los cogollos de las palmeras y, una vez secas, hacen sus nidos en su lugar. Las crías tardan casi un año en llegar a adultas. Hay muchas variedades: cabezas azuladas, verdes, rojas, amarillas y distintos tamaños. Son muy fieles a sus parejas, me asegura la madre del guía, y muy tiernas haciéndose carantoñas con sus gruesos picos y cabezas llenas de colorido, lo puedo atestiguar.
Un paseo en bote al atardecer por la laguna da otra perspectiva de esta selva extraordinaria. Aunque sólo podemos movernos por la parte que no está invadida por los lirios acuáticos, vamos viendo nuevas aves como el pato cuervo o cormorán, la garza real y la blanca, gallinetas, la perdiz gigante, el hoazun o pava serere que, según el guía me dice, es un ave prehistórica… Pero la gran intriga de la charca son esos ojos grandotes que sobresalen en la superficie mirándote clandestinos y que cuando se acerca la barca desaparecen en el fondo verde de las aguas dejando una ligera estela de burbujas llenas de misterio.
El burbujeo de las aguas ricamente habitadas, los rayos de luz que tras un exuberante despliegue de colorido se ocultan y repiten repiten sus ciclos, este humus fértil en el que se desperezan mil formas de vida, este aire cargado de sustancias transmisoras de los más elementales mensajes, de los más embriagadores aromas, de sonidos que nos tocan en lo más primario de nuestro mundo neuronal. Todo este entramado balbucea un lenguaje que apenas sabemos descifrar.
Cada planta, cada animal se especializa en un campo diverso para dar el resultado de esa construcción extraordinaria por la que circula de mil maneras la vida. Como bien decía Einstein (2005), con sólo trepadoras no hay selva. Cierto que sin esa regia columnata arbórea que sostiene en la altura el follaje propio y extraño sería todo diferente.
Lo vemos en los inhóspitos paisajes de la puna andina o de la tundra siberiana. Son otro equilibrio, otro juego diverso.
Tampoco sería lo mismo sin los diferentes organismos que constituyen las intrincadas cadenas tróficas que trenzan los multiformes juegos con que va formando sus laberintos la vida. Hay todo un mundo de colores, olores, sabores, de sonidos y mil variedades de sensaciones que permean esa porción de materia trémula que es toda sustancia viva.
ANTONIO DURÁN SÁNCHEZ es Licenciado en Filosofía por la Universidad Pontificia Salesiana de Roma, recibiendo enseñanzas de Giulio Girardi, promotor e impulsor del Movimiento Cristianos por el Socialismo. Terminados sus estudios y a su vuelta a España, accedió a una plaza de profesor de Filosofía en los antiguos Centros de Bachillerato (BUP), pasando posteriormente a Centros de Secundaria obteniendo la condición de Catedrático en su especialidad. Junto a otros compañeros salesianos, llegó a la ciudad de Camas en 1974 en la que se estableció y residió durante varios años contribuyendo a fundar la Comunidad Salesiana de Buen Aire.
En años posteriores fundó junto a otros compañeros y amigos la Asociación Cultural FOCODE., de la que es presidente. Es autor de diversos libros y de numerosas publicaciones en Revistas filosóficas. Ha impartido numerosas conferencias, tanto aquí en España como en Perú y Bolivia.
Personalmente tengo el privilegio de mantener con Antonio una amistad profunda y de largo alcance ,por lo que tenerlo como “Autor invitado” en Krisis es un motivo de gran satisfacción y agradecimiento