Memoria personal de los 60′ (11): el milagro de La Caridad

Antiguo Colegio de LA CARIDAD
Antiguo Colegio de La Caridad de Lebrija (Sevilla), actualmente residencia de ancianos.


Después de dos años de escolaridad completamente fracasada sin haber aprendido correctamente y con soltura a leer, escribir y calcular, a propuesta de mi madre, siempre también muy preocupada por mi comportamiento y mis estudios, mis padres apostaron por matricularme en un nuevo colegio particular.

        Esta vez se trataba del Colegio de “La Caridad”,1 Ref.Este colegio privado y religioso estaba situado en un edificio monumental situado en la C/ Trinidad del municipio de Lebrija (Sevilla) que había sido remodelado como Escuela graduada, ofreciendo clases particulares para alumnos que cursaban Bachillerato por libre y para la preparación de la Prueba de Ingreso al Bachiller Elemental. Hoy, este edificio monumental es la Residencia de Ancianos “La Caridad” regentado por las monjas de la congregación Hijas de La Caridad, un lugar en el que verdaderamente encontré mi salvación como alumno y como persona. Visto en la distancia, fue en “La Caridad” y gracias a ella, en su doble sentido de virtud y de nombre de aquel Colegio, a la que debo realmente muchos de los valores que a lo largo de mi vida, en mayor o en menor medida, me han guiado.

        Recuerdo viva e intensamente con inmensa ternura, cariño y agradecimiento a dos monjas, ambas tocadas con un espectacular gorro con alas, que en los primeros días me parecieron brujas que asustan y raptan a los niños, pero muy pronto comprendí que eran más bien ángeles que estaban allí para protegerme. Una, creo recordar que era la hermana “Sor Dolores” y la otra “Sor Higinia“. Sor Dolores se encargaba de enseñarnos conducta, Historia Sagrada, trabajos manuales, a leer y escribir, y Sor Higinia, que era la más inteligente y activa, se responsabilizaba de las Matemáticas, de las Ciencias Naturales y también de la Gramática y la Ortografía.

        Sor Dolores era dulce, hablaba muy despacio, muy bajito y todas las mañanas nos daba los buenos días en la puerta de la escuela y siempre nos hacía alguna caricia pasándonos la mano por la cabeza. Ahora que la recuerdo, era como mi madre. Atenta, cariñosa, mirando siempre hacia abajo, con una paciencia extraordinaria y una dulzura imposible de rechazar. Fue Sor Dolores, después de dos o tres meses de estancia en aquella pequeña escuela, la que gracias a mis progresos por la ternura con que me trataba y la serenidad que me contagió, la que me propuso ser monaguillo o ayudante de misas por las mañanas antes de entrar, algo que en aquella escuela era un premio, por lo que acepté encantado, ya que mis padres se sintieron muy orgullosos, al ser ellos muy creyentes y practicantes. Fue Sor Dolores la que siempre intercedía por mí cuando hacía alguna travesura o llegaba tarde. Por el contrario Sor Higinia me reñía a menudo y se lo decía siempre a mis padres. Fue ella, una sencilla mujer de pueblo, la que siempre me alegraba el día al recibirnos a todos tan amorosamente, algo que era exactamente lo más radicalmente opuesto a lo que había vivido los dos años anteriores.

        Sor Higinia, era de otra manera y con ella tuve algún que otro encontronazo, dada mi tendencia a la rebeldía. Era también cariñosa, no tan dulce como Sor Dolores, aunque mucho más rápida, diligente y mejor preparada para enseñar conocimientos. Su preocupación fundamental era que aprendiésemos muchas cosas en el mínimo de tiempo posible y así fue. Gracias a Sor Higinia recibí lo que ahora conocemos como una atención individualizada y centrada en mis necesidades educativas y formativas personales. Todos los días corregía y revisaba mi cuaderno por lo menos dos veces y además me sacaba a leer a su mesa, con una cercanía personal y afectiva que nunca olvidaré. Recuerdo que me ponía la mano en el hombro y con el lápiz iba señalándome los renglones por los que yo debía ir leyendo en voz alta delante de ella, o cuando no entendía algo, me iba siempre a su mesa sin avisar a que me lo explicara a mí solo, prestándome siempre atención y escuchando cualquier cosa que yo le dijese.

        Sor Higinia, sabía de todo y tenía organizada el aula de tal manera, que lo mismo te encontrabas una colección de rocas y minerales, los cuerpos geométricos o la esfera terrestre, que en cualquier momento podías tocar siempre que terminásemos nuestra tarea. También había colecciones de hojas y flores disecadas y numerosos botes con insectos y pequeños reptiles embalsamados, sin olvidar que las paredes del aula estaban decoradas con diversos mapas de España y del mundo, así como con murales del cuerpo humano. Todo un espectáculo en un tiempo en el que no existían ni computadoras, ni televisores, ni ningún tipo de recurso audiovisual.

        Fueron tales los aprendizajes escolares y la felicidad que sentí con aquellas “Hermanas, Hijas de La Caridad” llenas de cariño y humanidad, que en tan sólo un año ya estaba completamente preparado para hacer el examen de Ingreso en el 1º de Bachillerato. Con tan solo 9 años y en el tiempo récord de un solo curso escolar, aquellas monjas consiguieron engancharme en la curiosidad y el aprendizaje autónomo, haciéndome olvidar el miedo y los sustos que había sufrido en los dos cursos anteriores. Pero como con esa edad no me permitieron presentarme a la Prueba de Ingreso, estuve que estar felizmente otro año más. Así, con 10 años, además de los conocimientos exigidos para la prueba, que superé ampliamente, Sor Higinia me había enseñado a escribir a máquina; a hacer numerosas redacciones de todos los temas; a escribir sin ninguna falta de ortografía y especialmente a encontrar diversos recursos para ejercitar la memoria y el difícil arte de tener éxito en los exámenes. Algunas cosas nos las enseñaba cantando y era todo un gozo ver y oír a aquella monja dándome instrucciones de como tenía que cantar o enseñándome el Padre Nuestro en latín, apenas sin esfuerzo, con alegría y sin amenazas ni imposiciones.

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