
Este artículo es el Nº 3 de la serie “LA OTRA LEY DE LA SELVA” que quiere ser una aportación a la visión de las Ciencias Sistémicas, un acercamiento a la naturaleza con un pensamiento que no aísla los objetos del conocimiento sino que los repone en su contexto y los devuelve a la globalidad a que pertenecen. Se parte de unas experiencias en la selva amazónica y se analizan en claves de la ciencia actual y de planteamientos filosóficos.
PALABRAS CLAVE: complejidad, contagio emocional, selección grupal, caos y orden, niveles de realidad.

III
PONER ORDEN EN EL CAOS
Darwin quiso poner orden en ese marasmo, propuso unas claves para su comprensión que en general han persistido a pesar de que aun en el campo de sus explicaciones resulta difícil el acuerdo.
Ya su colega Thomas Henry Huxley, tomándose la lucha por la existencia como la ley universal que mueve a toda criatura viva, interpreta toda naturaleza, incluso la humana, como una guerra sorda entre competidores natos que sólo renuncian a sus instintos, a sus pulsiones inconscientes más genuinas, ocultándolas bajo una capa de moralidad, un superego, desarrollado posteriormente por obra de la cultura. Basta rascar un poco y enseguida sale la fiera, la mala condición.
Al parecer no era esa la visión de Darwin que tanto en animales como en hombres admite, junto a las fuerzas evolutivas que promueven el interés propio, otras tendencias altruistas y compasivas. Hay animales marcados por instintos sociales como el cariño parental y filial; especies que se sirven de la cooperación – elefantes, lobos, delfines…- que muestran lealtad al grupo y tendencias de ayuda a los demás. (De Waal 2007).
Pero, según parece, fue la interpretación de Huxley la que primero se popularizó dando lugar incluso al llamado darwinismo social.
Siempre nos acercamos a la naturaleza con un trasfondo más o menos marcado; dependerá de ello que encontremos un lugar frío e inhóspito, enzarzado en constantes luchas con otros competidores o un mundo cálido, lleno de contrastes siempre estimulantes, transmisores de alegría de vivir.
El vértigo a que nos ha llevado nuestro afán de distanciarnos de la naturaleza, de trocearla en multitud de disciplinas, parece dar paso en la actualidad a un deseo de retorno, a una conciencia cada vez más clara de la complejidad del entramado que nos constituye, de la continuidad del todo del que los humanos constituimos un simple episodio.
En línea con esta exigencia de acercamiento, también de los saberes (Morin, 2000), podemos citar la obra de De Waal (2007), Primates y filósofos, donde se analiza nuestro parentesco moral con los diversos primates. El autor se pregunta, qué comparten estos especímenes que si no están ya en vías de extinción es gracias a las reservas que un mundo técnicamente organizado va creando para ellos.
Aunque parezca que no, hay mucho que hablar sobre el asunto pues con los grandes adelantos de la ciencia hemos llegado a saber que, además de compartir más del 99 % del código genético, compartimos con estos parientes, no tan retirados como se piensa, un montón de hábitos de comportamiento, de sentimientos y emociones, y, lo que es más, una moral.
¿Son los primates capaces de un comportamiento altruista, pensando en los otros, como parece exigir nuestra moral, o son egoístas por naturaleza?
De Waal hace la distinción entre interés, comportamiento beneficioso aun en seres carentes de intención como las plantas, y egoísmo que supone un factor intencional en la búsqueda de beneficios. Según él, hay “fuerzas evolutivas” (esa entidad que se supone en todo proceso) encaminadas al interés propio tanto en el animal como en el hombre pero eso no excluye el desarrollo simultáneo de “tendencias altruistas”.
Y volviendo a los monos, es indiscutible que muchos de ellos tienen comportamientos sociales que benefician al grupo, sea compartir comida, acicalamientos mutuos, gestos de consuelo en caso de sufrimiento…
Claro que todo eso no basta si no va acompañado de una acción voluntaria que supone una representación previa a la decisión que se toma. No parece que pueda haber moral sin el elemento racional.
El autor distingue una base elemental de la moral consistente en el “contagio emocional”, esos mecanismos que entran en juego en los citados comportamientos sociales y trae el testimonio del neurólogo Aº Damasio que constata a nivel neuronal ciertos mecanismos de percepción que se ponen en marcha por la simple vista del sufrimiento ajeno – las llamadas “neuronas espejo” o neuronas de la empatía – ; y, por otra parte, un segundo nivel, la “empatía cognitiva” que evalúa la situación ajena hasta adoptar la perspectiva del otro. Hasta este segundo nivel pueden llegar al menos los grandes simios. Sobre todo los chimpancés que manifiestan un gran sentido de la reciprocidad y la justicia; se dan entre ellos emociones amables y retributivas. También los monos capuchinos reaccionan de forma diversa cuando ven que un compañero tiene mejores recompensas (uvas) que él (pepino) haciendo lo mismo. Es su sentido de la justicia.
Si, como dicen Hume y los seguidores del emotivismo moral, la razón tiene que estar al servicio de las pasiones y no al revés; si es el sentimiento el fundamento de la moral y en particular los sentimientos de simpatía y benevolencia hacia la sociedad en general, no es difícil admitir una continuidad entre nuestro comportamiento moral y el de los primates.
Pero nada más lejos del pensamiento escolástico y racionalista que suponen que es la facultad intelectual la que en última instancia determina la voluntad y toda actividad propiamente humana: nihil volitur quin precognitur (nada se quiere si no se conoce previamente). Y de ahí la libertad de elegir entre las diversas opciones imposible sin el entendimiento.
Kant, una vez más, parece poner paz con su imperativo categórico de la razón práctica como base de la moral; en la experiencia tenemos el “sentimiento” del deber, y en la razón la universalidad: obra autónomamente pero que tu voluntad se ajuste a valores universales.
El mismo Darwin reconoce: “Cualquier animal dotado de unos instintos sociales bien marcados… inevitablemente adquirirá un sentido moral o conciencia tan pronto como sus facultades intelectuales hayan logrado un desarrollo tan elevado como en el hombre.” (El origen del hombre. Cit. De Waal, pág. 39).
De Waall recurre incluso a la filosofía china y con la ayuda de Mencio insiste en nuestra naturaleza básicamente afectiva, movida por la conmiseración y la reciprocidad. Aunque la mente tiene un poder, los impulsos preceden a la razón y estos son por naturaleza buenos.
Con todo esto concluye que hay un error básico en Hobbes y luego en Huxley en hacer bandera de la vieja sentencia “el hombre es un lobo para el hombre”, pues ni hace justicia a la solidaridad de los cánidos ni a los más auténticos sentimientos de nuestra especie. Es el clásico dualismo cuerpo-mente, sentimiento-razón, malo-bueno, donde lo primero sería lo natural y lo segundo una capa advenida posteriormente, como el superyó freudiano o la piel de cordero que disimula hipócritamente nuestro natural perverso.
Y contrapone su teoría de la muñeca rusa: un trasfondo común al hombre y al animal al que se van añadiendo elementos nuevos a través de la evolución sin desaparecer lo primigenio. Desde el contagio emocional, la empatía cognitiva, a los sentimientos de simpatía y benevolencia cada vez más desinteresados. El propio Darwin, como hemos dicho, a diferencia de Huxley, está a favor de una continuidad entre nuestro juicio moral y factores como los instintos sociales, el cariño parental y filial, la cooperación, y, en definitiva, todo lo que contribuye a la selección grupal.
No faltan quienes llevan a dudosas consecuencias esa selección grupal, como quienes justificaron la Guerra del Golfo como una lucha por la supervivencia de una civilización dado el poder que da el control del petróleo (Gustavo Bueno en un Congreso de Filósofos Jóvenes en Sevilla en 1991); o quienes como Marvin Harris (1981) ven una selección ecológica en las guerras de las sociedades primitivas del Amazonas; y en definitiva cualquier tipo de racismo.
Por supuesto ninguna ley que se parezca a nuestras leyes morales. Ni bondad ni maldad en sentido humano, ni malvados ni nobles y generosos puede aplicarse en sentido estricto a ninguna especie vegetal o animal. Esa apreciación hoy bastante generalizada que ve en la selva un mundo de depredadores inmisericordes donde se imponen los fuertes y los débiles van quedando por el camino no deja de ser una simplificación como bien sabe cualquier estudioso de las ciencias de la tierra.
Y no es que además de la relación depredador – presa existan otras múltiples variedades de relaciones sea de cooperación, simbiosis, comensalismo, etc. sino que simplemente es tal el entramado de conexiones que enlazan a los seres vivos y a los que no lo son que no es de extrañar que vivamos ajenos a la mayoría de ellas.
Cierto que podemos reconocer, como nos enseña la biología, la presencia de ese juego de intrigas de las mutaciones genéticas y su correspondiente selección hacia formas cada vez más complejas y mejor ajustadas al todo.
Pero, como nos advierte Nagel (2000), el uso que hacen los dogmáticos de un dios como sustituto para explicar lo que no tiene explicación, hoy lo hace el imperialismo darwiniano con sus explicaciones de todo por medio de principios inertes. Y es cuando menos poco creíble que todo ese fantástico mundo de los seres vivos e incluso nosotros y todas las creaciones de nuestra mente se reduzcan a un producto de eventos químicos azarosos; que esa formación prodigiosa de moléculas, galaxias y organismos, de conciencias e inteligencias responda sólo a simples accidentes o tropezones cósmicos frutos del azar. (Lipton, 2007)
Al menos Baruch Spinoza tuvo la coherencia de suponer en la realidad primordial la extensión y el pensamiento como atributos imprescindibles.
ANTONIO DURÁN SÁNCHEZ es Licenciado en Filosofía por la Universidad Pontificia Salesiana de Roma, recibiendo enseñanzas de Giulio Girardi, promotor e impulsor del Movimiento Cristianos por el Socialismo. Terminados sus estudios y a su vuelta a España, accedió a una plaza de profesor de Filosofía en los antiguos Centros de Bachillerato (BUP), pasando posteriormente a Centros de Secundaria obteniendo la condición de Catedrático en su especialidad. Junto a otros compañeros salesianos, llegó a la ciudad de Camas en 1974 en la que se estableció y residió durante varios años contribuyendo a fundar la Comunidad Salesiana de Buen Aire.
En años posteriores fundó junto a otros compañeros y amigos la Asociación Cultural FOCODE., de la que es presidente. Es autor de diversos libros y de numerosas publicaciones en Revistas filosóficas. Ha impartido numerosas conferencias, tanto aquí en España como en Perú y Bolivia.
Personalmente tengo el privilegio de mantener con Antonio una amistad profunda y de largo alcance ,por lo que tenerlo como “Autor invitado” en Krisis es un motivo de gran satisfacción y agradecimiento