No cabe duda, de que los procesos electorales son siempre el culmen y la fiesta mayor de toda democracia. Sin elecciones nunca habrá una Democracia legítima, por ello la responsabilidad de todos y cada uno de los ciudadanos es enorme, ya que de ellos depende que los problemas sociales se identifiquen y se resuelvan de una manera o de otra, o que el (des)orden social establecido continúe e incluso aumente o que por el contrario, inicie caminos de mayor equidad, justicia y solidaridad. No obstante, si ya la responsabilidad de un solo ciudadano es enorme, la responsabilidad de los candidatos en los procesos electorales es muchísimo mayor si cabe, ya que sobre ellos recae un triple compromiso.
A mi juicio, la primera responsabilidad de una candidata o candidato es la de informar y exponer con claridad, sencillez y honestidad sus propuestas para resolver los diferentes problemas que han identificado en su evaluación y particular visión de la realidad social. Esto significa que los programas electorales, los debates públicos y los actos políticos de difusión tienen que ser comprensibles para que puedan ser entendidos por la totalidad del electorado sin excepción. Pero además de comprensibles, todos los actos de las campañas electorales y en especial los programas electorales, tienen que ser también concretos y precisos para que puedan ser evaluados por la ciudadanía en el futuro. Obviamente, una actitud de honestidad intelectual exige no solamente reconocer los logros conseguidos, sino también admitir y asumir las insuficiencias e incumplimientos dando razón pública de los mismos. Claro está que, si en una campaña electoral no están garantizadas las condiciones para que los diferentes candidatos y candidatas, dialoguen y sometan a debate público sus propuestas, se está negando al electorado la posibilidad de reflexionar desde el análisis racional de diferencias y semejanzas o desde los argumentos que se exponen, la construcción de una visión crítica y personal de su orientación de voto. Así pues, negar, secuestrar, torpedear, manipular o esconderse del debate público o del necesario gesto de “dar la cara” ante sus oponentes de las razones y argumentos políticos de un determinado candidato, es ya de por sí un hecho antidemocrático en cuanto se niega la diversidad y la necesaria heterogeneidad de la que se nutre toda sociedad plural y democrática. Esto es por ejemplo lo que ha sucedido en Brasil con el ganador de las elecciones presidenciales Bolsonaro, un candidato que no ha sido capaz de confrontar públicamente sus propuestas con los demás aspirantes a la presidencia y que además ha introducido un nuevo y masivo procedimiento de manipulación: la emisión de millones de noticias y mensajes falsos a través del WhatsApp.
La segunda responsabilidad de todo candidato o candidata es la de hacer posible y visible su compromiso contra cualquier tentación de confundir, desorientar, manipular, mentir, o “calentar” al electorado a base de falacias, infundios, mensajes denigrantes o insultantes a los adversarios o utilizando falsedades, exageraciones y generalizaciones que inducen por lo general a fomentar el odio, el desprecio, el rencor, el resentimiento o la ira. Por eso es esencial que los actores políticos de las campañas electorales presenten hechos verificables haciendo todo lo posible para no formular interpretaciones unilaterales e interesadas de los mismos y dejando que seamos los ciudadanos y no ellos, los que utilicemos nuestras capacidades para interpretar y valorar los hechos y permitiendo así, abrir espacios diálogo o dando oportunidades para que la ciudadanía intervenga y participe en las campañas de una forma abierta y respetuosa. Claro, que para eso es necesario que candidatos y candidatas abandonen ese papel de sacerdotes laicos que reduce a los ciudadanos a espectadores pasivos, un papel, por cierto, que persigue en el fondo lo mismo que hacen los sacerdotes de las más diversas religiones con sus fieles: que escuchan homilías en el templo a las que no se puede replicar nunca porque el sacerdote de turno es el único capacitado y supuestamente legitimado para transmitir e interpretar “la palabra de Dios”. Y esto es algo que hemos podido comprobar también en las últimas elecciones de Brasil, en las que el candidato vencedor no solo no se sometió a debate y confrontación pública con los demás candidatos, sino que utilizó y sigue utilizando mensajes religiosos para obtener el aplauso y la adhesión incondicional del electorado. Y esto, que es algo gravísimo desde el punto de vista democrático, en cuanto que sitúa los problemas y cuestiones terrenales más allá de nuestra capacidad de decisión y nuestra responsabilidad, al mismo tiempo que elimina el carácter laico que debe tener toda sociedad democrática que se precie, es lo que origina algunas de las enfermedades sociales más peligrosas de nuestro tiempo: la del fanatismo, la superchería, el fundamentalismo, el papanatismo y la conciencia ingenua.
Y por último la tercera responsabilidad de todo candidato o actor político en campaña electoral o a lo largo de su mandato, es garantizar y hacer visible que existe una correspondencia biunívoca entre lo que se promete, declara y anuncia frente a lo que se ha hecho y se hace. Correspondencia que no es solo una cuestión formal de sentido común, dado que “el que propone se lo come”, es decir, tiene que responsabilizarse de cumplir su programa, lo cual es también una cuestión de actitud y conducta personal ya que en democracia tan importante son los contenidos y procedimientos formales, como los comportamientos informales que son los que realmente revelan los valores éticos que fundamentan las conductas auténticamente democráticas. El cantaor flamenco “El Cabrero” lo expresa muchísimo mejor que yo, cuando en su quejío canta desde sus entrañas: “Muchos prometen la luna para llegar al poder y cuando arriba se ven, no escuchan queja ninguna”.
Así pues y basándome exclusivamente en mi experiencia personal como ciudadano, así como en la interpretación y valoración que me permito hacer de los procesos electorales, las Elecciones, más que una fiesta de la democracia son, antes que nada, la oportunidad para ejercer con coherencia, ética y estética la responsabilidad individual y colectiva que tenemos todos los ciudadanos sin excepción, de hacer posible que el espacio físico y social que compartimos sea mejor, más justo, más libre y más fraterno.
Exposición clara de propuestas para resolver los problemas detectados en un lenguaje comprensible, con autocrítica y sin fomentar el odio al adversario. Ya tiene mi voto si existe tal ejemplar.