
En todas las culturas y tradiciones espirituales de Oriente y Occidente, existen numerosos conceptos inspiradores cuya función original consistía en dotar de explicación y comprensión, tanto a la realidad del mundo material y el devenir histórico, como a la experiencia de la vida humana sentida desde el interior de la propia conciencia. Es obvio que la mayor parte de estas concepciones tienen un carácter mítico y poético, dado que en el tiempo en que se crearon el desarrollo científico y tecnológico del que hoy disfrutamos era inexistente. Sin embargo, cuando hoy en pleno siglo XXI estamos tomando conciencia de que la ciencia y la tecnología asociadas al productivismo, al industrialismo y al capitalismo están destruyendo la vida en el planeta del que formamos parte indisoluble. O cuando observamos y sentimos en nuestras propias carnes que el sufrimiento humano no es solamente el resultado de lo que llamamos “sistema”, sino también y sobre todo el producto de las carencias de nuestra propia condición humana y de nuestras fijaciones egoicas, aquellos viejos conceptos poéticos y metafóricos de las tradiciones espirituales, paradójicamente, adquieren todo su sentido.
Es evidente también, que ni la ciencia ni la tecnología, pueden explicarlo y solucionarlo todo. Al final y en el fondo, es el conocimiento integrado de las experiencias de cada individuo y los saberes de vida que se obtienen de las mismas, los que alumbran misteriosamente las decisiones. Son en suma, los motivos, intereses y emociones que cada ser humano es capaz de expresar y realizar los que al integrarse con las vivencias y procesarse en experiencias, permitirán construir su propia visión del mundo e incluso el sentido de su propia vida. En consecuencia, el misterioso milagro de la vida humana que cada individuo experimenta y disfruta, no puede ser apreciado y valorado exclusivamente desde lo prosaico y material, sino también desde lo ético, estético y espiritual, sobre todo cuando sabemos que somos seres afectivos, amorosos, sentipensantes y constructores de realidad mediante el lenguaje, el pensamiento y los símbolos.
De entre los numerosos conceptos y creencias procedentes de las tradiciones espirituales que en la actualidad siguen conteniendo a mi juicio un importantísimo mensaje transformador y potenciador de vida, hay tres que personalmente considero de mucho valor: el karma, la fe y la bendición.
Karma es una palabra que procede del sánscrito y significa básicamente acción y actividad.
La primera vez que la escuché fue en una conferencia en la que el orador decía que el karma es en realidad una especie de energía universal mediante la cual todos los actos están ligados a sus causas y a sus efectos, de forma que cualquier acción humana tiene siempre un efecto, o si se prefiere una reacción igual y de signo semejante a la acción realizada.
Aquel brillante y sereno orador nos decía que la Ley del Karma atraviesa el universo entero y el tiempo entero, de tal manera que cuando realizamos o dejamos de realizar alguna acción, lo que estamos haciendo en realidad es generar nuestro propio karma, que o bien se manifestará en nosotros, en otras personas o en vidas posteriores. De esta manera si realizamos acciones positivas recibiremos más tarde o más temprano, en el presente o en el futuro, en esta vida o en otras, efectos, acciones y resultados también positivos. Pero si por el contrario decimos y hacemos cosas negativas pues recibiremos efectos negativos. La Ley del Karma, nos decía aquel orador, es una especie de ley intrínseca de la Naturaleza que rige su funcionamiento y permite el equilibrio.
Sin embargo, esta concepción, que procede del hinduismo, es desde mi punto de vista, demasiado rígida, mecánica y lineal. Es como demasiado simple, aunque a decir verdad forma parte también del conocimiento popular en aquel famoso refrán que dice “El que escupe al cielo, en la cara le cae” o aquel otro evangélico de “Quien a hierro mata a hierro muere“.
Personalmente prefiero la idea budista de karma concebida como una especie de inercia que nos condiciona, influye y anima a seguir realizando las mismas acciones. Por tanto, los efectos que se manifiestan en los resultados finales de las acciones, son también el producto del proceso desarrollado en la acción y del contexto sociocultural, sociopolítico y socioeconómico en que esa acción se realizar, sin olvidar, claro está, los condicionamientos de nuestra propia experencia personal fijada en nuestra biografía. El karma para el budismo es como una especie de hábito que al adquirirlo y apegarnos a él nos induce a repetir las mismas acciones, aunque éstas realmente sean perjudiciales para nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestro espíritu.
En esta para mí memorable canción de Rubén Blades se explica con toda sencillez la ley del karma diciendo
«Siembra si pretendes cosechar
siembra si pretendes recoger
pero no olvides que de acuerdo a la semilla
así serán los frutos que recogerás»
