(Viene del post anterior) Sin estar muy convencido viajo a una extraña ciudad que me muestra la grandiosidad y hermosura de sus construcciones coloniales y la imperturbable serenidad de su catedral en cuyas escalinatas encuentro a Clara. Clara fue, es y será la que me regaló su “claridad”, una “claridad” que me taladra el cuerpo y el alma de parte a parte, que quema mis ojos y que revienta mi corazón de una infinita indignación. Niña, hija y madre de diecisiete años con un bebé de veinte meses de un brillo en sus ojos que salta directamente de las estrellas para penetrar en lo más profundo de mi interior y para recordarme una vez más hacia dónde quiero y debo encaminar mis pasos.
Diez minutos después se me acerca Héctor con un cartapacio de pinturas que él mismo ha creado a base de buscar tiempo para estudiar en la Escuela de Arte, tiempo que emplea ahora andando todo el día intentando vender sus pinturas a los turistas para llevar algo de comer a su familia. Pinturas, por cierto, que no me parecen “pinturas”, sino bellísimas gotas de sangre de un pueblo al que los poderosos y esos ricos que jamás entrarán en el Reino de los Cielos, han expoliado, golpeado, masacrado, asesinado y explotado. Y viendo esas pinturas de Héctor me invade un sentimiento de culpabilidad y de vergüenza porque sin pedirme permiso, me nacieron en este espacio al que llamamos España, pero también me surge desde lo más hondo de mis entrañas aquello que aprendí en mi juventud y de ningún modo estoy dispuesto a desaprender: “Ni en dioses, reyes, ni tribunos está el supremo salvador, nosotros mismos hagamos el esfuerzo redentor”.
En la puerta de otra Iglesia, un tropel de vendedoras con sus hijitos al hombro me miran atentamente cundo me acerco a ellas. Vienen de los más diferentes lugares a ofrecer a los turistas sus más tiernas mercancías: medallas milagrosas; escapularios del Señor de los Milagros; velas, muñecas de trapo y un sin fin de objetos hechos con sus propias manos unos y, de diferentes procedencias otros. ¿Cómo no hablar con ellas? ¿Cómo no conmoverse con sus expresiones? ¿Cómo no llorar después sabiendo que yo como y bebo todos los días sin necesidad de vender nada? Llorar me alivia, sí, pero no entiendo lo que me sucede a esta edad en la que ya no puedo dar marcha atrás a mi vida. ¿Serán pruebas que lo Innombrable me ofrece para dar un giro?
Cotilleos, prejuicios, celos y todas esa mediocridad e ignorancia también me han acompañado porque no solamente forman parte de mí como ser humano, sino también de algunas de las personas que he conocido. María, Alberto, Jesica, Ricardo…, personajes que se dicen tus amigos, que realmente creen que son muy de izquierdas y espirituales, cuando lo que en realidad les sucede es que no se quieren a sí mismos y así no pueden aprender nada. Les gusta tener criados, buenos carros, varias viviendas y aun diciéndose de izquierdas, hacen que sus empleados tengan jornadas interminables pagándoles salarios irrisorios, o presumen de tener amigos y amigas de gran influencia que les permitirán obtener lugares privilegiados. Es lo que en aquellas tierras llaman, “la izquierda caviar”. ¡Qué pena!
Y aun así, también me reconozco en ellos, también forman parte de mí y de ese lado oscuro que conforma nuestra existencia y que debemos integrar, aceptando nuestras limitaciones, pero sobre todo los quiero, porque me han enseñado a como no deseo ser y porque en el fondo también los amo. Nunca entendí aquel mensaje de “Amad a vuestros enemigos y bendecid a los que os maldicen” y sin embargo en este mismo instante es como si una pequeña luz me ayudase a comprender su significado y por esto doy gracias incluso por las cosas que los demás han hecho consciente o inconscientemente para dañarme o molestarme.