De acuerdo con la teoría de la personalidad de Freud, el “ego“, el “yo“, o también en inglés el “self“, es la dimensión o el aspecto de nuestra vida mental o psiquismo, mediante el cual expresamos nuestra propia y singular identidad. Identidad que nos permite una constancia perceptiva o un sentimiento individual y único, de que somos siempre los mismos a través del devenir del tiempo.
Sin embargo, el papel de nuestro “ego“, o nuestro “yo“, en la construcción de nuestra identidad y la configuración de nuestra personalidad no se reduce al de una foto fija, no es algo estático. Por el contrario, es dinámico, dinámico en una doble dirección. Primero porque el ego, o el yo, se configura a partir de la modulación y la regulación de los impulsos, instintos, sombras que proceden del subconsciente (ello), de las normas, costumbres, preceptos y principios morales que proceden de la cultura (superyo). Y segundo porque nuestra identidad personal, aunque conserve a través del tiempo determinados rasgos caracteriológicos, al estar en permanente interacción con nuestro medio ambiente natural, social y cultural, va cambiando en función de las experiencias que vivimos y como las procesamos, valoramos e integramos en nuestra mente.
Es un hecho, por ejemplo, que nuestra apariencia física cambia con la edad y que nuestra mente no es la misma cuando tenemos 8, 18 o 68 años. Y es un hecho también que todas las sociedades están en permanente cambio, ya sea cultural, tecnológico, económico o de otro tipo. La realidad que vivimos hoy también es un perfecto ejemplo de lo que digo.
Nadie podía imaginar que en este año 2020 asistiéramos a la emergencia de una crisis sanitaria y socioeconómica de este calibre con más de 19,7 millones de contagiados y 730.000 muertos en todo el mundo Por tanto, no cabe ninguna duda, de que nuestra personalidad, la idea que tenemos de nosotros mismos (autoncepto), la valoración que hacemos de la misma (autoestima) e incluso las ideas que tenemos acerca del mundo, la realidad y el metro cuadrado que pisamos cambian también. Y es que efectivamente “Todo cambia“
Como es sabido, el desarrollo de la Psicología de la Personalidad ha sido enorme en los últimos cincuenta años, no solo en la creación de teorías y modelos, sino también en la construcción herramientas de observación de todo tipo. Hoy hay pruebas y tests para casi cualquier dimensión y aspecto de nuestra personalidad, pruebas que obviamente se sustentan en modelos teóricos. Una de ellas, es la conocida como Teoría Dimensional o Factorial del Autoconcepto de Marsh y Shavelson, Teoría que ha sustituido a la idea dominante de autoconcepto concebido como global y unitario.
Según la Teoría Dimensional, el autoconcepto de cada o persona, o la descripción que cada individuo puede hacer de sí mismo, está compuesta por cuatro dimensiones: académica (imagen que se tiene como estudiante); personal (imagen que se tiene como persona: gustos, preferencias, ideas, creencias, intereses, motivaciones…); social (imagen que se tiene de las relaciones y habilidades sociales que se establecen o poseen) y físico (imagen que se tiene del aspecto físico corporal: fortaleza, salud, habilidades, resistencia…)
El desarrollo de este constructo psicológico y la elaboración de instrumentos de observación empírica de la conducta a través de test y entrevistas, ha dado lugar a una extraordinaria producción, no solo de pruebas, sino también de investigaciones empíricas para verificar las teorías y etiquetar o clasificar a los individuos según las respuestas a las pruebas. Así han nacido los numerosísimos instrumentos de Psicodiagnóstico y las más diversas terapias psicológicas. Pero lo que me interesa destacar de todo esto, es que si bien nuestra identidad o nuestro self, está indisolublemente unido a la imagen que tenemos de nosotros mismos y a la valoración positiva o negativa que hacemos de ella, es que todas estas teorías e investigaciones están centradas en conceptos relativos al yo que son los que comienzan con el prefijo “auto“: autoaceptación, autoayuda, autocompetencia, autoconcepto, autoconocimiento, autoeficacia, autoestima, autoimagen, etc.
En mi particular opinión, toda esta obsesión por el prefijo “auto” dirigida a desarrollar la autonomía personal, nos ha hecho en gran medida olvidar lo “hetero“, es decir, lo diferente, lo distinto, lo diverso, lo mestizo y lo complejo. Pero sobre todo, y en mayor o menor medida, nos ha hecho olvidar que nuestro “yo” no puede construirse sin relacionarnos con un “tú” (Martin Buber). En este sentido no puedo evitar relativizar e incluso denunciar, todas aquellas pseudoterapias y manuales de autoayuda que parten del supuesto principio general, de que todos los trastornos de nuestra conducta, todas nuestras insatisfacciones y frustraciones se deben a que no somos lo suficientemente asertivos y no nos amamos a nosotros mismos. Lo que dicho de otra manera, viene a significar, que primero nosotros, primero nuestros deseos y nuestro bienestar y para los demás lo que quede, si queda algo. De esta forma, no solo ignoramos que si somos un “yo“, es porque existe un “tú” que nos reconoce y nos refleja, sino que también legitimamos o consideramos como algo natural, el individualismo, la competitividad, el egoismo y la ambición, excluyendo o dejando bajo mínimos la generosidad, el desprendimiento, la solidaridad o el amor incondicional. Y esto obviamente encaja a la perfección con los supuestos valores del mercado y de la civilización tecnoburocrática, capitalista y patriarcal a la que pertenecemos.
Así pues, al iniciar esta pequeña serie de artículos titulada “trabajar el ego” como uno de los grandes caminos para abordar y superar la crisis del ser individual y colectivo en la que nos encontramos, no estoy refiriéndome a los conceptos psicológicos de ego, yo o al self. Lo que intento en realidad es señalar, esa parte de nuestra personalidad o de nuestro “yo” que nos induce al egoísmo o a la ausencia de generosidad, solidaridad, fraternidad y humildad, o también a:
- La referencia continua de todo lo que sienten, piensan, dicen y hacen los demás a nosotros mismos, que generalmente se manifiesta en esa costumbre inveterada de hacerlo todo “cuestión personal”. O también esa preocupación obsesiva por evaluar la veracidad, la racionalidad, la coherencia, la sensatez o la persona entera de nuestros interlocutores, en función de las emociones y sentimientos de agrado o desagrado que experimentamos con lo que dicen o hacen. Una preocupación que de entrada se traduce en desconfianza y de salida en incapacidad para escuchar, dialogar, empatizar o compartir lo que tenemos con los demás. (egocentrismo).
- Las conductas de ambición, avaricia, ganancia, acumulación, hedonismo, que en realidad son actitudes que objetualizan los deseos, promueven el individualismo y legitiman la lógica de ganadores y perdedores. Una lógica que nos incapacita para la negociación, la resolución pacífica de conflictos y la práctica de valores como la comprensión humana, la ecuanimidad, la compasión o la misericordia.
- La ceguera o incapacidad para darnos cuenta de lo que sucede fuera de nosotros dada nuestra fijación egoica. La percepción distorsionada de la realidad como efecto de nuestra incapacidad para comprender el contexto, los vínculos, la complejidad o para descentrarnos, ver en perpectiva y comprender los acontecimientos en su complejidad y en su contexto.
- Las emociones negativas como la ira, la soberbia, la vanidad, la envidia, la gula, la lujuria o la pereza y en general a todas aquellas conductas basadas en el apego, la recepción, la acumulación y la dependencia. Emociones que refuerzan la idea de que nuestro ego es lo único importante y que merece ser salvado y glorificado en toda circunstancia y que por tanto debe ganar y vencer siempre a toda costa.
Estamos pues ante unas conductas que obstaculizan e impiden que nuestro comportamiento, ya sea diario o esporádico, no contemple la posibilidad de dialogar, cooperar o de practicar la generosidad y la solidaridad. Pero además, son conductas que dificultan enormemente nuestra transformación y evolución personal, así como el desarrollo de nuestra conciencia. Conductas que por lo general, nos sumen en estados emocionales y pensamientos negativos que producen conflictos internos que nos generan sufrimiento, ceguera e imposibilidad para llegar realmente a conocernos.
Descubrirnos en nuestro egocentrismo o darnos cuenta de cuando nuestro “ego” interviene y nos aparta de la conciencia de nuestro ser, es sin duda algo difícil, complejo y no exento de avances y retrocesos. Y es que el ego, tiene una gran cantidad de disfraces y una extraordinaria capacidad de disimulo, ocultamiento, persuasión y reconstrucción. Curiosamente, cuando creemos que estamos venciendo el ego, el ego vuelve a disfrazarse e irrumpe en nosotros en forma de vanidad y autocomplacencia, haciéndonos de nuevo retroceder por falta de humildad y sencillez. Es por tanto una tarea bien difícil y llena de sorpresas que está ligada a nuestra capacidad mental para discernir, observarnos y también para considerar con atención y humildad aquello que los demás observan en nosotros. Exige un trabajo constante de atención y autoconocimiento. Se trata efectivamente de “un mono saltarín” como nos dice Lao-Tsé, un mono que podemos comenzar a percibirlo si somos capaces de comprender que la vida de un ser humano y el desarrollo de su conciencia, puede ser pensada como un viaje o una peregrinación de ida y vuelta, viaje que ya he analizado en artículos anteriores.
Así pues. inicio esta nueva serie de pequeños artículos con la esperanza de que puedan servir a alguien y que si los consideráis de interés hagáis el favor de compartirlos y difundirlos. Muchas gracias.

Sí, el Ego, ese tigre sobre el que según nos narran las antiguas tradiciones de la sabiduría de distinta índole, es preciso cabalgar. Cabe preguntarse: ¿es posible hacerlo?, ¿no se tratará de una ensoñación (el mara del que nos habla el Budismo), ¿qué camino seguir?…
“Caminante, no hay camino. Se hace camino al andar…” (Don Antonio Machado) En los post siguientes señalo algunas posibilidades. El Ego no se puede eliminar, ni suprimir porque forma parte de nosotros. A lo sumo, se le puede vigilar y controlar para que no imponga ciega o conscientemente su voluntad. En fin… es cada uno quien tiene que encontrar el modo. Muchas gracias por comentar.
No he experimentado mayor alegría que cuando puedo dar una mano a quien la necesita: una persona en situación de calle, alguien que no lee ni escribe, un ciego/a que cruza una calle, una familia que no tiene qué comer o qué vestir… todos me recuerdan al Jesús que dice: lo que hagan con el más pobre, conmigo lo hacen.