La confianza (2)

Cualquier persona con mi edad que se haya parado un poco a observar, comparar y reflexionar sobre las diferencias entre aquel mundo de nuestra infancia y juventud y el de hoy, se habrá dado cuenta de como los vínculos y las relaciones sociales han experimentado cambios trascendentales.

Hace medio siglo, no existían eso que ahora llamamos las “redes sociales”, como tampoco la posibilidad de comunicarse instantáneamente con cualquier ciudadano del mundo y mucho menos la posibilidad de acceder a cualquier tipo de información o de conocimiento utilizando una pequeña maquinita que podemos llevar en el bolsillo. Sin embargo y a pesar de que carecíamos de todos estos recursos y artilugios, la seguridad, la confianza, la cordialidad y la solidez con que nos relacionábamos con nuestros padres, vecinos, profesores, compañeros de trabajo o con el tendero de la esquina, además de la claridad, transparencia y certidumbre con que recibíamos los mensajes de aquellas personas que considerábamos significativas o de referencia para nosotros, siempre nos ayudaba a sentirnos acogidos, seguros e incluso queridos y protegidos.

En aquellos tiempos “la palabra dada”, “la mano tendida” o “el abrazo”, simbolizado en aquel magistral y conmovedor cuadro que nos legó para nuestra historia Juan Genovés y que hoy, transformado en monumento, es testimonio perpetuo de aquella fascista matanza de los abogados de Atocha, eran como una especie de sacramento universal y eterno que certificaba con solidez y seguridad, que el acuerdo, el pacto, la confianza y la reconciliación eran posibles.

Hoy todo es diferente e incluso antagónico. Aquellas seguridades que proporcionaban la palabra, la mano tendida y el abrazo, son como “Hojas que se lleva el viento“, como dice una magistral canción ecuatoriana interpretada por Paco Ibáñez : “Tanto como te queria, tantas ilusiones idas. Solo quedan en mi vida las esperanzas perdidas“. Eso de la palabra, el apretón de manos y el abrazo, han pasado ya al olvido más absoluto y si acaso hay que llegar a algún acuerdo, pues hace falta siempre un equipo de abogados que redacte y particularice hasta el mínimo detalle, no solo los puntos del acuerdo, sino incluso las cláusulas de desacuerdo con los correspondientes pliegos de garantías. Conclusión: nadie se fía de nadie porque además lo normal, es que de lo que dije ayer, me desdiga hoy, o de lo que prometí el año pasado, hoy lo incumpla sabiendo que si callo y dejo pasar el tiempo mi interlocutor terminará por olvidarlo. Como dice mi hija: “Pasar no pasa nada, pero vamos a la cosa

Utilizando las aportaciones del insigne y eminente sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman, aquel tiempo era un mundo de relaciones sociales sólidas. El trabajo, el amor, las amistades, los muebles, el coche o el calzado eran para toda la vida y si algo se estropeaba, o bien lo arreglábamos y lo reciclábamos, pero siempre pensando que el arreglo o el reciclaje nos duraría también muchísimo tiempo. En aquellos años, por ejemplo, era impensable que los padres y madres delegaran sus poderes educativos en todo tipo de instituciones y profesionales, o que abandonasen a nuestros abuelos a su suerte. Casi todos vivíamos y convivíamos en el seno de familias nucleares y comunidades vecinales, en las que la confianza, la convivencia y la comunicación fluida y cotidiana entre padres, abuelos y nietos, o entre vecinos de un mismo bloque o de una misma calle o barrio, o entre médicos y pacientes, o maestros y alumnos, era algo completamente normal y natural que formaba parte de nuestro ambiente social.

Por el contrario, al decir de Bauman, hoy vivimos en un mundo de relaciones sociales líquidas, esporádicas, escasamente duraderas, de usar y tirar, variables, inciertas, inseguras y sujetas al imperio de la provisionalidad, la caducidad y la obsolescencia programada. Todo se ha hecho relativo, circunstancial, azaroso y volátil. Y así, no solamente hemos quebrado o disminuido enormemente nuestras relaciones de confianza, sino lo que es peor: hemos sacrificado los grandes relatos, utopías y esperanzas en nombre de un relativismo estéril y carente de valores éticos sólidos y fundantes.

De lo que no cabe ninguna duda, como dijo una vez el multimillonario estadounidense Warren Buffett es de que “Hay una guerra de clases, de acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando“. Efectivamente “los ricos” están ganando por goleada, entre otras muchas razones, porque si las clases populares, los explotados, los oprimidos, los marginados, los vulnerables, o los partidos que se autodenominan de “izquierda” pierden la confianza, la victoria de los que esquilman el planeta, fabrican las armas, roban a los ciudadanos, corrompen las instituciones, explotan a los trabajadores y engañan al pueblo con mojigangas y otras sandeces, está más que asegurada por los siglos de los siglos.

En este marco, todo se compra y se vende: el trabajo, el amor, la amistad, el valor de la palabra dada, la promesa hecha, el compromiso asumido, el regalo hecho o el acuerdo pactado. Incluso el agradecimiento, que es a mi juicio una de las mejores expresiones y conductas que propician la fraternidad, se ha convertido también en una mercancía. Y es que al desaparecer la gratuidad, la incondicionalidad, el dar sin esperar recompensa o retribución, todo, absolutamente todo ha sido tragado y reorientado por las supuestas leyes del mercado y del capitalismo salvaje y depredador.

En este mundo ya no hay agradecimiento, primero porque no queremos reconocer y aceptar que lo que somos y hacemos se lo debemos a nuestros padres, a las generaciones que nos precedieron y a la sociedad o ciudad que nos acoge. Segundo porque no queremos depender absolutamente de nadie ni de nada y creemos que la autonomía personal solamente se define por la capacidad de tener las cosas que nos dé la gana creyendo que elegimos realmente lo que nos gusta, cuando los gustos e intereses son dirigidos, modelados y orientados por la gran industria de la conciencia. Y tercero porque somos cada vez más incapaces de dar o amar incondicionalmente sin esperar ni obtener absolutamente nada a cambio, de aquí por ejemplo, que cuando nos hacen un regalo o nos ofrecen una invitación, nos sintamos impelidos de inmediato a restituirlo, compensarlo, dejando así claro que no debemos nada a nadie. En otras palabras: la vanidad, la soberbia, la prepotencia, el éxito, el triunfo, la ambición de poder y la dialéctica ganadores-perdedores ha ido destruyendo poco a poco las relaciones de confianza, algo por cierto que expresaba también magistralmente aquella vieja canción de Paco Ibáñez, de absoluta vigencia hoy: “Me lo decía mi abuelito

Aquella viejas y válidas instituciones socializadoras de antaño, aquellas “instituciones de acogida” del ayer como muy bien ha denominado el eminente antropólogo catalán Lluis Duch, están en plena crisis de subsistencia, afiliación, confianza, vinculación y compromiso. La familia, la escuela, el partido, el sindicato, la empresa, el grupo de amigos, la asociación de vecinos, etc. sufren también del mal de nuestro tiempo, están afectadas también de desconfianza e individualismo. Un individualismo que se retroalimenta de rutina y burocracia, pero sobre todo de cosificación utilitaria y mercantil de las relaciones sociales, que sin apenas darnos cuenta, nos ha conducido a un grave deterioro de la confianza y de la mutua cooperación y colaboración.

Cuando se pierde la confianza, que es el fundamento de lo social como dice Humberto Maturana. Cuando se hace imposible la colaboración, la participación, la comunicación y la expresión de nuestro ser en la familia, en nuestros centros de trabajo, en las organizaciones sociales, en la ciudad, el barrio o en nuestra propia calle, o en la realización de pactos de gobierno, todo tipo de males sociales e individuales aparecen. Decepción, frustración, sentimiento de pérdida y desamparo individual y colectivo, van corroyendo y destruyendo, no solamente nuestra esperanza y nuestros sueños, sino también nuestro carácter, nuestra capacidad de comprensión humana y esas olvidadas virtudes tan vinculadas con la confianza: ecuanimidad, prudencia, templanza, fortaleza, paciencia, tolerancia, magnanimidad, misericordia y compasión.

Dice el filósofo, teólogo y sacerdote ortodoxo francés Jean-Yves Leloup, que el tiempo que vivimos es un tiempo de soledad y desamparo, de apariencias de compañía y vínculos que ocultan un mundo social de separaciones, aislamiento e incomunicación, un tiempo en el que «…dormimos entre las mismas sábanas de un mismo lecho, pero no con los mismos sueños; comemos en la misma mesa en la que los muros de la incomunicación nos apartan de la convivencia; soledad en medio de la multitud, con los propios amigos, con los familiares que no llegan a comprender o ya no comprenden lo que estamos en camino de vivir. La soledad de aquel que fue traicionado en su confianza o fidelidad… la soledad de aquellos que están aislados de todo el mundo porque son pobres o demasiado feos, o son culpados porque están “de más” y no hay lugar para ellos en nuestras miradas, en la escucha o en el deseo…»

Si a la soledad, el individualismo, la desesperación, el sinsentido, la enajenación o el vacío existencial que produce la crisis de confianza de nuestro tiempo, le sumamos las crecientes dificultades y obstáculos que las organizaciones e instituciones sociales y políticas tienen para contribuir a nuestro desarrollo humano, además de los efectos de la crisis del estar en nuestra condiciones materiales de existencia, el panorama no puede ser más incierto y sombrío.

Urge plantearse una revisión del estado de nuestra convivencia social al mismo tiempo que damos un repaso a aquellos aprendizajes que únicamente podemos realizar mediante la inserción, participación y recreación de nuestros grupos, organizaciones e instituciones sociales. Una recreación que exige sin duda, además de un nuevo papel de los individuos en las mismas, un tratamiento eficaz y saludable que posibilite, no sólo la limpieza y curación de las enfermedades funcionales colectivas (individualismo, rutinización, cosificación, burocratismo, corrupción, mercantilismo, clientelismo, desconfianza, deshumanización, explotación, etc ) sino también la creación de nuevas formas de convivencia, organización y participación. Y para eso, nada hay mejor a mi juicio, que pisar el metro cuadrado que habitamos tejiendo redes y espacios de encuentro, fraternidad, alegría, cariño y solidaridad.

Dicen los politólogos y juristas que la Democracia Representativa es un sistema de garantías, pero yo digo que si no hay confianza nada podrá garantizarse, si no hay confianza, ningún tipo de convivencia social será posible y si no hay confianza estaremos destinados definitivamente a la fracturación y a la destrucción de aquello que nos identifica más plenamente como humanos: los afectos, el cariño, la amistad y en definitiva el amor. La Democracia, no solo son reglas, normas y procedimientos, la Democracia es sobre todo y ante todo un sistema de convivencia y una actitud interior basada en el respeto a los Derechos Humanos Universales. Por eso todas las formas de fascismo habidas y por haber, siempre promueven la desconfianza, el miedo, el resentimiento, el odio al extranjero o al adversario. Y por eso en suma, por muchas decepciones y frustraciones que tengamos nunca podemos perder la confianza en nosotros mismos, en los demás y en que efectivamente “otro mundo es posible” desde el metro cuadrado que pisamos.

2 thoughts on “La confianza (2)

  1. Cuantas vetdades, si perdés la confianza en ti mismo, como vas a dar confianza a los demás? Paracrecer y para socializar tanto los conocimientos como las riqueszas, la confianza és necesaria e indispensable.
    És una buena reflexión. Muchas gracias por compartir.

  2. Cuantas verdades, si pierdés la confianza en ti mismo, como vas a dar confianza a los demás? Paracrecer y para socializar tanto los conocimientos como las riqueszas, la confianza és necesaria e indispensable.
    És una buena reflexión. Muchas gracias por compartir.

Me encantaría que hicieras un comentario. Muchas gracias.

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