No hace falta pensar mucho para que nos demos cuenta de la evidencia de que, en todo momento y en todo lugar, necesitamos de los demás y los demás necesitan de nosotros. Por mucho bienestar material o por muchos objetivos y metas que alcancemos en la vida, de un modo u otro y más tarde o más temprano, estaremos abocados a circunstancias y acontecimientos que siempre pondrán de manifiesto nuestra vulnerabilidad, carencias y necesidades. Y por mucho que creamos que hemos alcanzado la madurez y que somos capaces por fin de comportarnos éticamente, siempre estaremos igualmente abocados a comportamientos erráticos, incoherentes y contradictorios. Y es que ni la madurez personal, la coherencia, la conducta ética, la generosidad, la bondad, o la confianza, son aprendizajes que se adquieren de una vez por todas como si se tratase de obtener un título o un certificado de validez perenne. En cualquier momento “puede saltar la liebre”, es decir, la situación en la que, aunque presumamos de madurez o de coherencia, nos veremos impelidos a comportarnos reactivamente de manera desconfiada, egocéntrica o atributiva, culpando así a los demás de nuestros propios errores. No podemos olvidar que los seres humanos tenemos siempre la tendencia, no solo a reaccionar impulsivamente, sino también a sobrevalorar los supuestos éxitos propios y a infravalorar los ajenos, al mismo tiempo que sobredimensionamos los errores de los demás y minimizamos los nuestros, utilizando para ello los más sutiles y sofisticados mecanismos de defensa y autojustificación.
Tampoco es necesario tener muchos años para que nos demos cuenta de que nuestra vida como seres humanos se constituye en las relaciones sociales plenas y auténticas, es decir, en aquellas que se configuran y estructuran a partir de vínculos que nos comprometen y en los que aportamos y recibimos nutrientes y estímulos para llegar a ser humanos en todas las dimensiones de nuestra existencia. En esto consiste básicamente la función de todo educador y todo educando: en crear y sostener relaciones de confianza y cooperación. Paulo Freire lo decía con una nitidez meridiana: «Nadie educa a nadie y nadie se educa solo.Todos, nos educamos en comunión» y también Rubén Blades en su maravillosa canción «Siembra»: «Siembra si pretendes cosechar. Siembra si pretendes recoger. Pero no olvides, que de acuerdo a la semilla, así serán los frutos que recogerás». Por eso, si se predica, se acusa, se promueve o se siembra la desconfianza, ya sea incumpliendo nuestras promesas y compromisos o culpabilizando a los demás de nuestros propios errores, necesariamente recogeremos desconfianza.
Está claro pues, que por mucho que nos empeñemos en ser autosuficientes, autodidactas, autónomos, independientes o poderosos, siempre nos encontraremos con la necesidad de los demás, tanto en el sentido de su intervención para ayudarnos a satisfacer nuestras necesidades fundamentales para llegar a ser plenamente humanos, como en el sentido de su presencia y existencia para poder expresar y ofrecer lo que llevamos dentro de capacidades, poderes creativos y necesidades de afecto, expresión y realización.
En esto de las necesidades humanas fundamentales de los seres humanos y de como realmente no podemos satisfacerlas sin una confianza básica en uno mismo y en los demás, me gusta especialmente la clasificación realizada por el insigne economista y ecologista chileno recientemente fallecido Manfred Max-Neef. Este prestigioso profesor e intelectual en su conocida obra “La economía descalza”, combina y cruza las necesidades procedentes de categorías existenciales (ser, tener, hacer, estar) con las necesidades basadas en categorías de valor (subsistencia, protección, afecto, entendimiento, participación, ocio, creación, identidad, libertad), distinguiendo además entre “necesidades” (fines comunes en todos los tiempos y culturas) y “satisfactores” (medios concretos, diferentes y variados que históricamente se han utilizado por las diferentes culturas para satisfacer las necesidades). Para Max-Neef, existen también factores “violadores o destructores” (aquellos medios que impiden la satisfacción de necesidades o que aplicados supuestamente para su satisfacción, provocan efectos colaterales destructores de las posibilidades de satisfacción: armamentismo, censura, burocracia, etc,) y “pseudo-satisfactores” (los medios que obstaculizan la satisfacción de necesidades con menor fuerza que los destructores y que se aplican mediante las diferentes estrategias de seducción de la industria de la conciencia: productivismo, tecnocratismo, nacionalismo chauvinista, caritativismo, etc,)
Así pues, satisfacer nuestras necesidades fundamentales y ser capaces de reducir, minimizar o eliminar los factores destructores y pseudo-satisfactores, solamente es posible si nuestras relaciones con los demás se basan en la interdependencia, en la mutua confianza y en la cooperación incondicional. Una relación basada en el beneficio, la subordinación, la competición, el interés o la conveniencia, a lo sumo que puede contribuir, es a incrementar el individualismo y la egolatría, dando paso así a todo tipo de emociones destructivas que, como la envidia, los celos, la vanidad, la soberbia, o el resentimiento, arruinan nuestro cotidiano vivir/convivir. Esta es la razón por la que entiendo que aprender a darnos, a regalarnos de forma incondicional a los demás, es paradójicamente una de las formas más éticas y estéticas de “recoger el ciento por uno” sin buscarlo ni pretenderlo. Cuando la vida te presenta la oportunidad de dar y lo haces, siempre se abre una misteriosa espiral de posibilidades que actúan como un bumerán volviendo a nosotros de una y mil formas diferentes, que por lo general siempre multiplican con creces nuestras posibilidades de desarrollo humano, alegría y felicidad. Me ayudó a ver esto más claro una sencilla y sabia mujer que conocí una vez en una charla suya a la que asistí en la que afirmó que la mejor forma de encarar las relaciones humanas, de obtener paz interior y de aproximarnos a la felicidad sin que nos demos cuenta, es practicando lo que ella llamaba “La Ley de las 4 T”, es decir, haciendo todo lo posible por regalar incondicionalmente a los demas Tiempo, Talento, Talego (productos materiales) y Trabajo.
Necesitamos, por tanto, aprender a confiar, aprender a establecer relaciones sociales que no estén condicionadas ni por prejuicios, ni por ninguna forma de miedo, porque aunque es obvio que todos somos de la misma especie y que por tanto todos los humanos sin excepción somos iguales en dignidad y derechos, como así estipula el artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, lo cierto es que la gran parte de los males sociales están fundados en la desconfianza, en la egolatría y en una ambición irrefrenable de poder y dominio sobre los demás. sin olvidar claro está, el peso de una civilización capitalista, productivista, mercantilista, patriarcal y destructora del Planeta.
Así pues, aprender a confiar es básicamente mostrar que tenemos esperanza y fe en los demás, estar inequívocamente seguros de que las relaciones que mantenemos son sanas, gratuitas y responsables. La confianza no es un trato, no es un convenio para mercadear sobre ganancias y pérdidas como así ha naturalizado el capitalismo y todas las instituciones jerárquicas. La confianza es sobre todo una actitud interior que nos lleva a plantear y realizar conductas sanas, honestas y sinceras, sin dobleces ni expectativas, sin mentiras y sobre todo sin venganzas disfrazadas de buenos modales o de conductas contaminadas de hipocresía, soberbia y vanidad.
En definitiva, es a través de la confianza como aprendemos a practicar la comprensión humana y a descubrir la empatía o la capacidad de colocarse en el lugar del otro, no para sustituirlo, orientarlo, convencerlo o reconvenirlo sino para entenderlo desde dentro sin prejuicios, etiquetaciones o atribuciones. Es la confianza, la que nos permite percibir y sentir que somos seres complejos, erráticos y llenos de contradicciones y que como dice el mensaje evangélico, no podemos nunca tirar la primera piedra porque estamos llenos de defectos, prejuicios, racionalizaciones y autojustificaciones.
Sin confianza es imposible mantener ningún tipo de relación social, ya sea económica o política, ciudadana o educativa, profesional o personal. Confiar es en consecuencia, la actitud que nos permite leer en positivo la realidad, siendo capaces de reconocer nuestros prejuicios y distorsiones cognitivas que motivadas por el miedo, el egocentrismo o las falsas expectativas nos hacen sentirnos inseguros y bloqueados frente a los retos de nuestra vida.
Precioso artículo éste, que te nace del corazón y que yo encuentro más positivo y constructivo que algunos de los últimos, de gran calidad todos. Me provocan tantos comentarios que, incluso empiezo a redactar, después no encuentro el tiempo, el momento para completarlos. A ver si tenemos ocasión de vernos y charlar. Hace tiempo que no lo hacemos y tengo ganas. Felicidades y, como bien dices, ¡adelante!. Un fuerte abrazo y otro para Chari. Rafael Falcón
Muchísimas gracias Rafael. Un fuerte abrazo. Podemos quedar cuando y dónde nos digas 😘😘😘😘😘
Te felicito por este excelente artículo de psicología social. No cabe duda de que nos necesitamos mutuamente porque somos seres sociales.Esa necesidad, según Darwin, es la condición de nuestra pervivencia. Para ello , hay que evitar por todos los medios sobrevalorarnos , una desviación de la autoestima que es necesaria para sentirnos satisfechos con nosotros mismos. Hay que saber valorar lo positivo que tienen los demás. Albert Camus, el escritor francés existencialista escribió en su novela “La Peste” que en los demás hay más aspectos que admirar y valorar que aspectos a desdeñar. Un buen principio para sentir empatía por los demás.
Muchas gracias José. De acuerdo totalmente contigo. Un abrazo grande.