El fascismo galopa siempre a tres velocidades diferentes y aunque fue derrotado en el siglo XX vuelve a renacer en el siglo XXI de sus cenizas.
Su primera velocidad es lenta y casi invisible porque se disfraza de muchas maneras. Consiste en permanecer agazapado, latente y a la expectativa para aprovechar las posibilidades que le brindan las instituciones democráticas para acceder al poder. De esta manera, la propia democracia le proporciona el hábitat y el caldo de cultivo para sobrevivir, aunque sea de manera aletargada y minoritaria. Y esto es un asunto que las leyes democráticas deberían tener muy en cuenta porque evidentemente no se puede tolerar lo intolerable y por tanto no hay que dar facilidades a los que a la larga o a la corta quieren acabar con la democracia y así lo manifiestan en sus declaraciones, en sus consignas, en sus propuestas o en sus conductas. Ejemplos: ¿Había que esperar a que el Parlamento Europeo pidiera al Gobierno español que acabe con la herencia simbólica del franquismo y que prohíba entidades como la Fundación Francisco Franco por su exaltación del dictador? ¿Por qué el Gobierno del PP, ni la Iglesia Católica han condenado jamás el Golpe de Estado de 1936 y los 40 años de dictadura? ¿Cómo es posible que la exhumación de los restos del dictador de El Valle de los Caídos se transforme en una inhumación santificada y glorificada en un templo católico?
La segunda velocidad del fascismo se observa en la facilidad con que sus mensajes se propagan en el lenguaje y las opiniones de la gente sencilla y más manipulable por los medios. El fascismo está en la calle, en nuestro barrio, en la plaza del pueblo y se alimenta de todos esos mensajes llenos de desesperanza que afirman al unísono que la democracia no sirve para nada; que todos los políticos son iguales; que no vale la pena votar; que es mejor la mano dura con los inmigrantes, los gitanos, los negros, los indios o de cualquier otra etnia; que la mujer ha de someterse incondicionalmente al varón, el obrero al patrón, el funcionario al jefe y los fieles, religiosos o laicos, a sus sacerdotes y a sus dirigentes; o que es mejor estar a favor o al lado de los ricos, poderosos e influyentes porque así obtendremos más ventajas personales aunque sean migajas de indignidad; qué es mejor no hablar y meterse en política y que la política la hagan otros por nosotros; que es mejor confiar en la firmeza de un líder carismático que nos de seguridad y protección porque nosotros, pobres mortales, estamos incapacitados para pensar, decidir y construir nuestro propio destino.
Está en la calle y se mueve a una velocidad vertiginosa, haciendo buenos a los que siempre fueron malos; haciendo sabios y profetas a los que siempre fueron ignorantes y mentirosos; haciendo maestros y doctores a los que sin ningún esfuerzo obtienen sus títulos mediante privilegios y enchufes; enterrando en lugares sagrados y haciendo santos a los que siempre masacraron las esperanzas de justicia y libertad de los pueblos o haciendo líderes a los que cómodamente desde sus posiciones de poder económico, político o ideológico deciden unilateralmente, sin consultar a nadie, que es lo más conveniente para los ciudadanos. Y eso lo consigue enfrentando a las capas sociales más oprimidas y explotadas, haciéndoles creer que existen líderes salvadores capaces de resolver todos sus problemas con recetas simples y si se deposita en ellos el indelegable poder de decisión de cada individuo y se obedece sin rechistar a todas sus consignas y orientaciones.
Por último, la tercera velocidad del fascismo es la que corre por estos nuevos medios de comunicación y tergiversción masiva. Se trata de la vieja costumbre de creer que todo lo que sale en la TV es verdad y. que aplicada a la realidad de hoy consiste en aceptar que todo lo que sale en Facebook, WhatsApp, Twitter, Instagram o en Linkedin o en los infinitos Blogs y Youtubers que circulan por la Red es conocimiento válido, riguroso y contrastado. Aquí, por estos medios, cualquiera puede decir barbaridades; cualquiera puede mentir o suplantar nuestra personalidad; cualquiera puede multiplicar mensajes falsos; cualquiera puede distraernos de lo esencial y hacernos confundir lo necesario con lo urgente; cualquiera puede inducir e influir en nuestras creencias y cualquiera puede aceptar, si no tiene desarrollado suficientemente su pensamiento crítico y autocrítico, que lo que son simples opiniones o mensajes con intenciones ocultas pueden realmente sustituir a la verdad de los hechos. Estamos pues en la época de la “posverdad”, en la que las opiniones interesadas se imponen sobre la verdad de los hechos.
Pero a su vez, el fascismo corre a tercera velocidad, no solo por las desventajas de estos medios y las insuficiencias personales de pensamiento crítico y autocrítico, sino porque penetra sin que nos demos cuenta en todas las organizaciones sociales. Efectivamente y aunque no nos demos cuenta, el fascismo se disfraza de dogmatismo, autoritarismo y caudillismo cuando se promueve el culto a la personalidad y se glorifica a líderes como héroes inmaculados a los que no se les puede discutir; cuando los liderazgos no son rotatorios; cuando las personas se eternizan en los cargos organizativos o institucionales creyéndose indispensables o llamadas a una misión supuestamente heroica; cuando utiliza falacias, dobles lenguajes y otras técnicas de manipulación de la conciencia para imponer discursos; cuando los líderes chantajean emocionalmente a sus afiliados, militantes o a las masas arguyendo dilemas falaces como aquel de “O yo o el caos”; o cuando no se ve nada bueno en cualquier otra corriente o tendencia de pensamiento diferente, o cuando en nombre de una supuesta crítica racional señala “la paja” en el ojo del adversario e ignora “la viga” en el suyo propio. No obstante, el procedimiento adoctrinador y propagandístico preferido del fascismo es la mentira vestida de medias verdades o con algunos hechos de la realidad sobredimensionados. Por eso el fascismo siempre aprovecha la coyuntura de las crisis para mostrarse en todo su esplendor señalando que el “führer”, el guía o el conductor salvífico lo resolverá todo de un plumazo si nos sometemos totalmente a su voluntad. El fascismo nace, crece y se desarrolla en situaciones como en las que vivimos a diario, en las que la precariedad laboral, la desigualdad social, la corrupción política, la atención a los más débiles o al extranjero que huye de la guerra y del hambre, incrementan nuestra inseguridad, nuestra incertidumbre y nuestro miedo. De aquí y si las Democracias no son capaces, en primer lugar, de resolver o mejorar estas situaciones, estaremos dándole alas al fascismo o “echando gasolina” a su fuego destructor.
Por todo esto y a mi juicio, es un imperativo moral y ético no olvidar lo que la Historia nos ha mostrado: que el fascismo, a la corta o a la larga, siempre mata, tortura, reprime o persigue a todo aquel o aquella que se oponga a sus designios o desee mayores cotas de libertad. Debemos pues estar siempre atentos y vigilantes para no dar ninguna oportunidad al fascismo, porque en realidad, el fascismo junto a todos los enemigos de la libertad, la igualdad y la solidaridad, no descansan nunca. Y para que esta tarea ética de vigilancia y atención de la podredumbre y necrofilia que representa el fascismo toda la ciudadanía con un mínimo de sensibilidad ética y democrática debe responder desde el metro cuadrado en que se encuentre. Y es que el fascismo es siempre mentiroso y asesino, porque persigue, reprime, tortura y mata a todos los que se opongan a sus designios, ya sea de forma violenta o de forma suave y placentera con promesas falsas e inviables. Pero a su vez mata también toda forma de Memoria Histórica, asesinando, negando y ocultando la verdad y la justicia e imponiendo siempre la paz de la fuerza de las armas o del dinero, de la violencia institucional y de Estado y ahogando la llama siempre viva, que, aunque muchas veces escondida y con poca luz, alumbra el deseo íntimo de cada ser humano de paz, concordia, justicia, libertad y la convivencia en el respeto, la tolerancia, la fraternidad y la solidaridad.