Lo que deberíamos recordar…

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LO QUE DEBERÍAMOS RECORDAR ANTE LOS GRANDES CAMBIOS QUE SE ESTÁN PRODUCIENDO EN LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD

Por Francisco Acosta Orge

No creo que se haya olvidado que a partir de los últimos veinte años del pasado siglo se estaba
gestando y consolidando el cambio progresivo del modelo productivo y de producción de riqueza que se había iniciado en el siglo XVIII en un determinado número de naciones. Este cambio,
generalmente denominado “revolución digital”y que afecta a casi la totalidad del planeta, ha
terminado arrinconando en bastantes aspectos al que a principios del siglo XIX se le denominó
desde sus comienzos la Era de la Industrialización, que significó el mayor avance tecnológico
e interterritorial que hasta entonces había tenido lugar en la historia de la humanidad.

Hasta ese momento histórico, la base fundamental de la acumulación de riqueza durante muchos
siglos por parte de un sector más bien minoritario de la población había sido la posesión de la
tierra para su aprovechamiento agrícola o ganadero, basado en la servidumbre feudal, en la falta
de libertades individuales reconocidas en las leyes, en el monopolio del comercio intercontinental, en el colonialismo, en las guerras territoriales y en otras actividades explotadoras.

Pero con el salto cualitativo que produjo el descubrimiento de nuevas leyes de la física y de la
química a partir del siglo XVII y las teorías y razonamientos de la filosofía y de las letras, fue posible el nacimiento, a partir sobre todo del siglo XIX, de un cambio revolucionario. Su protagonismo fue reivindicado política y económicamente por una nueva clase ascendente: la burguesía de las ciudades, enriquecida por sus actividades comerciales y portadora del concepto de igualdad de oportunidades para todos los individuos frente a los poderes feudales de las castas aristocráticas y monárquicas, con el apoyo de las estructuras de la Iglesia Católica. En lo político esto dio lugar a un cambio radical, primero en Inglaterra, con la Revolución Parlamentaria del siglo XVII, y posteriormente en los nacientes Estados Unidos de América en 1776 y en la Revolución francesa de 1789.

Desde una perspectiva histórica, todo ese proceso tuvo un efecto decisivo, a medio y largo
plazo, en la configuración de la civilización, cuyos resultados aún nos afectan en nuestra vida
cotidiana. En algunos aspectos importantes vivimos bajo la influencia económica, política, cultural y social de esa Revolución Industrial que se consolidó en un buen número de naciones en el siglo XIX.

Pero el objetivo de lo relatado anteriormente tiene para quien lo escribe otro interés: el de mostrar cómo esa Revolución Industrial dio lugar a una nueva clase social, cuyo protagonismo marcó también el rumbo de la Historia y que no es otra que la clase trabajadora. Esa clase que, como
señaló acertadamente el filósofo Karl Marx, se vería obligada a vender su fuerza de trabajo al naciente capitalismo industrial, pero que era portadora de unos valores de solidaridad y de
justicia social y económica que podrían llevar a la Humanidad a mejorar las condiciones de vida
que hasta entonces existían.

La fabricación de manufacturas a gran escala, posibilitada por la aparición de la energía del
vapor, el telégrafo o el ferrocarril, más los avances tecnológicos que hicieron posible la construcción de maquinaria de hierro y acero, sólo eran posibles si se tenía mano de obra disponible, abundante y cuyo gasto salarial conformara la obtención de grandes plusvalías que hicieran posible el enriquecimiento de aquellos promotores capitalistas y empresariales.

Pero esa mano de obra, la de la clase trabajadora, no era la mayoritaria en aquellas medianas
ciudades europeas del siglo XIX. Por ello, con la complicidad e imposición de los grandes propietarios de tierras y la labor coercitiva de los gobiernos de la época, miles y miles de jornaleros y de campesinos pobres se vieron obligados por el hambre y las mínimas necesidades humanas a emigrar a las zonas donde se habían instalado aquellas primeras factorías o al trabajo en las minas de carbón, hierro o cobre que impulsarían, desde el punto de vista energético y de materia prima, la naciente industrialización.

Cientos de miles de trabajadores, sus mujeres y sus hijos se incorporaron al trabajo fabril masivo,
hacinados en miserables viviendas y barracones, con jornadas por lo general de doce horas diarias, azotados por las enfermedades. En aquellos momentos, el soporte político, jurídico y represivo de los gobiernos de los países que iniciaban y consolidaban la industrialización favorecían por lo general la explotación de la clase trabajadora, sin ninguna clase de protección por parte de estos gobiernos.

Pero no tardaría en comenzar la toma de conciencia de clase: núcleos de trabajadores, en
principios minoritarios, cargados de espontaneidad y de rebeldía, se enfrentaron a las imposiciones inhumanas del empresariado, y exigieron mejoras salariales, mejores condiciones de trabajo, el fin de las jornadas agotadoras, etc.

Más adelante, decidieron organizarse de manera fi ja, todavía clandestinos, pues las leyes de los
gobiernos liberales sostenidos por la burguesía impedían el derecho de asociación y organización de los que no poseían propiedad. Empezaron a despedir del trabajo y a encarcelar a los más destacados dirigentes.

Con ayuda de grupos de intelectuales y filósofos como Marx y Mijaíl Bakunin, entre otros, comenzaron a pergeñar las ideas para constituir organizaciones de defensa y reivindicación para la clase trabajadora. Primero fueron los sindicatos de clase y, posteriormente o a la par, partidos políticos para defender los intereses obreros en los parlamentos y los ayuntamientos escasamente
democráticos de la época.

La presencia social y política de la clase trabajadora empezaba a dejar sentir su protagonismo
en aquellas sociedades industriales del siglo XIX. Protagonismo que sigue teniendo presencia en
nuestras actuales formas de vida.

El Estado de derecho, la implantación de sociedades ampliamente democráticas con derechos
y deberes para todos, la mejora en la salud, en la alimentación, o el alargamiento de los años de
vida, deben mucho a las luchas que iniciaron los trabajadores desde el siglo XIX.

Los derechos de asociación, huelga, manifestación, el del voto de todos los ciudadanos para
elegir a sus gobernantes, independientemente de su sexo, edad o condición económica; la
sanidad y la enseñanza pública, el sistema de pensiones… Las conquistas laborales que benefician a todos los sectores sociales: la jornada laboral de ocho horas, salarios que mantengan el
poder adquisitivo, los descansos semanales, las vacaciones pagadas de treinta días, el ejercicio
de vivir en viviendas dignas, etc. A todo lo señalado anteriormente y a muchas más conquistas
que hemos logrado se le llama desde hace años el estado del bienestar, es decir, el fin necesario
de la mejor convivencia entre los humanos.

Pero estas conquistas y su mantenimiento en el tiempo fueron posibles gracias al heroísmo y dignidad de muchos trabajadores. Durante todo el siglo XIX y una gran parte del XX, miles y miles de dirigentes sindicales y políticos de la clase trabajadora de muchos países fueron encarcelados,
despedidos de sus trabajos, deportados y asesinados por las fuerzas policiales y militares, al
servicio de los empresarios y los gobiernos sostenidos por éstos. Aparecieron ideologías y regímenes políticos como el fascismo, el nazismo y, en España, el franquismo, con el objetivo de
impedir el avance de la justicia social para toda la sociedad y, sobre todo, reprimir los derechos
económicos y laborales de la clase trabajadora.

Expresado todo lo anterior sobre la Era de la Industrialización, debemos reflexionar sobre lo que
acontece en una gran mayoría de naciones a raíz de la aparición de lo que se ha dado en llamar la
revolución digital. Un nuevo escenario en el que cada vez nos introducimos más, ante el avance
imparable y sostenido de las nuevas herramientas tecnológicas que están dando un vuelco radical al concepto de la convivencia humana, a las relaciones de producción, o a la nueva situación
de las relaciones laborales.

El capitalismo empresarial, casi los mismos poderes económicos que iniciaron la Era Industrial
en el siglo XIX, ha aprovechado la nueva revolución tecnológica para desviar la mayor parte
de la producción fabril que dio forma a dicha revolución a países en vías de desarrollo, a cuyos
trabajadores se les somete a una explotación tan inhumana y de rapiña como la que ejercieron en
los comienzos de esta era. Una parte del capitalismo realmente existente en la mayoría de los
países altamente desarrollados se ha reconvertido en capitalismo financiero y especulador. Además de la consecución de inmensas ganancias económicas, de forma fácil y rápida, pretenden desmantelar la mayoría de las conquistas políticas, económicas y sociales realizadas por la clase trabajadora y la mayoría de la sociedad. Para ello, están contando con la colaboración más o menos pasiva de la mayoría de los gobiernos democráticos en nombre de la llamada economía de libre mercado.

Esta revolución tecnológica, que también ha servido para mejorar las condiciones físicas en la
que se presta el trabajo asalariado, está trayendo una gran destrucción de empleo. Bajo la orientación de las ideas liberales y productivas y los avances de la informática, se está
intentando desmontar y hacer inoperante la fuerza de los trabajadores organizados en los sindicatos de clase que históricamente le dieron su fuerza y su armazón. El desclasamiento, el no
sentir orgullo de ser trabajador, es el mayor peligro para los asalariados en el presente y en el
futuro y el gran objetivo de una buena parte de la clase empresarial.

Sectores empresariales privados que se dedicaban al ofrecimiento de servicios a la ciudadanía, como la banca comercial, los seguros, las compañías de telecomunicaciones o las de suministro de energía, han reducido sus locales y los servicios directos de atención a las personas, despidiendo a miles de trabajadores en estos últimos años y creando una desatención cultural e insolidaria, principalmente en las capas de población de mayor edad que por lo general no están en las mejores condiciones para adaptarse a los efectos de la digitalización.

En nombre de la eficacia productiva se intenta, cada vez más, desmembrar el cuerpo productivo de la clase trabajadora. Se estimula, muchas veces con el apoyo de los gobiernos, el trabajo
autónomo y el de los denominados eufemísticamente emprendedores, para reducir así los costes de las infraestructuras y las inversiones empresariales y aligerar las cifras oficiales de paro. Cuentan para estas nuevas formas de explotación laboral con jóvenes trabajadores que realizan jornadas de trabajo que en muchos casos llegan a las doce horas y sin disfrute de los descansos semanales, y con una gran falta de derechos económicos, sociales y sindicales. Sectores como la venta por internet, el transporte, la hostelería, las actividades turísticas o ciertas actividades fabriles son la vanguardia bastante numerosa de estas actividades laborales.

Como resultado de estas políticas de empleo, las personas en edad laboral, por lo general aquellas que superan los cincuenta años de edad, engrosan cada vez más las cifras de paro y tienen
pocas perspectivas de conseguir un puesto de trabajo con cierta dignidad laboral y salarial.

Otro aspecto grave de este proceso, desencadenado por la aparición de las nuevas tecnologías y
dirigido por los poderosos resortes a nivel mundial del capital financiero, es el deterioro de las
mejores virtudes del sistema democrático. Los Estados democráticos encuentran cada vez más dificultades para imponer las leyes y los controles necesarios al mercado de capitales y a sus
inversiones. La fiscalidad equitativa como sostenedora del estado del bienestar está en crisis
desde hace años. Por este motivo, el endeudamiento de los Estados pone en peligro a corto y
medio plazo la viabilidad de la sanidad universal, la enseñanza pública o el sistema de pensiones,
entre otras cuestiones que afectan a todos los ciudadanos.

La crisis financiera del año 2008, provocada por los poderes de las corporaciones bancarias y su
afán de lograr enormes ganancias en plazos muy cortos, ha dado como resultado la pérdida del
equilibrio generado entre capital y trabajo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, que beneficiaba en gran medida a la clase trabajadora y a la mayoría de la sociedad.

Con los medios audiovisuales privados prácticamente en sus manos, han generado a nivel planetario un concepto de la vida altamente consumista y alienante, al mismo tiempo que las
riquezas producidas por las actividades económicas, comerciales y fabriles de este voraz capitalismo quedan distribuidas de manera injusta.

Las estadísticas y los hechos en numerosas zonas del mundo demuestran el aumento de la pobreza global y el desmesurado enriquecimiento para ciertas minorías. Una forma económica que, además, pone en peligro las formas de vida que hemos tenido desde la aparición de la civilización humana en la Tierra. La explotación sin control de los recursos que el planeta nos ha ofrecido hasta ahora, para seguir manteniendo este enorme consumismo de una gran parte de sus habitantes nos está colocando en una situación que puede poner en peligro la existencia de la humanidad en el futuro.

Esta revolución digital contiene elementos para mejorar la vida de los seres humanos. Está propiciando la creación de nuevas fuentes de trabajo, riqueza y bienestar. Pero la dirección a la que la intentan llevar los grandes poderes económicos está dando lugar al enriquecimiento y privilegios de importantes minorías e impedir que sus beneficios mejoren las condiciones de vida de la mayoría.

Por todo lo anterior, se hace necesario que los colectivos más conscientes y organizados de la sociedad civil se movilicen para evitar la negativa deriva a la que nos lleva este capitalismo depredador.

Esta movilización no sólo debe corresponder a los trabajadores, los más perjudicados por estas
políticas, a través de sus organizaciones sindicales. Es necesario que otros sectores se incorporen: organizaciones de consumidores, partidos políticos que propicien progresivas transformaciones de las estructuras del estado democrático, organizaciones ecologistas y otros movimientos sociales que aspiren a una sociedad más justa y equitativa para todos los seres humanos.


Francisco Acosta Orge (Sevilla, 1945). Actualmente jubilado desde 2005 en la Empresa Transportes Urbanos de Sevilla, donde ingresó como aprendiz de mecánico en el año 1963. A partir del año 1965 comenzó a organizar, junto a varios compañeros las Comisiones Obreras en dicha empresa y posteriormente las CCOO de Transportes y Comunicaciones a nivel provincial.
Participó en el organismo de dirección de carácter clandestino de las Comisiones Obreras de Sevilla y también junto con el que fuera patrono de la Fundación FACUA, Fernando Soto, y Eduardo Saborido promueve la implantación de CCOO en Córdoba, Málaga, Cádiz y Granada
      Este artículo ha sido publicado en el Nº 7 del presente año 2921 por la Revista de la Fundación FACUA RAZONES DE UTOPÍA
     Su curriculum completo lo puedes ver AQUÍ.

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