
Fue en septiembre de 1962, a los diez años, cuando comencé a estudiar Bachillerato Laboral tras haber superado brillantemente la Prueba de Ingreso gracias a todo lo que aprendí con la inolvidable Sor Higinia. Después de tanto tiempo, ahora creo que fue ella quien sembró en mí la semilla de mi curiosidad intelectual y mis ganas permanentes de aprender y esforzarme en los estudios.
Aquellos estudios de Bachillerato Laboral Elemental tenían una duración de cinco cursos escolares. Sus contenidos o programas curriculares combinaban el trabajo intelectual y el trabajo manual con el adoctrinamiento nacionalcatólico, estando impartidos exclusivamente por profesores, por lo general con un perfil siempre autoritario o al menos muy sobrio y serio, pero en los que pude apreciar también, variados, aunque no generalizados, rasgos de afecto, atención y cercanía.
Recuerdo con especial detalle la “Prueba de Ingreso” que la hice en el edificio antiguo del Instituto de la foto de arriba y en un aula en la que estaban todas las mesas individuales perfectamente alineadas frente a un muro en el que colgaban los retratos de Franco y José Antonio, presidiendo en el centro una cruz. Allí se situaba “el tribunal” formado por tres profesores que yo no había visto nunca, sentados en una amplia mesa sobre una tarima, profesores que se levantaban por turno para pasear por los pasillos y vigilar la realización del examen escrito. Un examen, que yo recuerde, tenía por lo menos dos partes, una de Lengua, que incluía una redacción, un análisis gramatical y creo que un dictado, y otro de Matemáticas a base de cálculos aritméticos y problemas incluso de la famosa “regla de tres”. También tuvimos un examen oral frente al tribunal en el que nos preguntaban diferentes cuestiones sobre cultura general.
Sin duda alguna, aquel escenario por lo menos a mí me asustaba o me amedrantaba porque era completamente diferente a lo que yo estaba acostumbrado en el colegio de La Caridad, por lo que aquella distancia de autoridad y solemnidad que los profesores impregnaban al acto hasta el punto de hablarnos de “usted” a todos los alumnos, creo que nos producía un gran temor a todos los niños que allí estábamos. A su vez, lo sobrio y hasta un cierto punto lúgubre de aquel aula y el silencio sepulcral que reinaba en ella, contribuían también a nuestro infantil miedo, cuando además todos nos jugábamos mucho. Era tener la posibilidad de seguir estudiando e iniciar un largo proceso de formación para después realizar estudios superiores. Claro que si aquella prueba no la superabas, pues tenías que volver a hacerla, si bien algunos niños de mi edad no lo volvían a intentar. Todo el conjunto escénico de actores y escenario imprimía en nuestras infantiles mentes, no solo un temor especial, ya que era la primera vez en nuestra vida que nos enfrentábamos a algo así, sino también mucho nerviosismo procedente de la casi total inseguridad que teníamos acerca de los resultados que pudiéramos sacar de aquello. No obstante años más tarde me di cuenta de que aquel “examen de ingreso” estaba ya planificado de antemano en función de las plazas disponibles para hacer el primer curso, quedando creo yo, todas cubiertas. No recuerdo con exactitud cuantos alumnos estábamos en 1º, aunque me parece que había en torno a cuarenta que procedían de la propia localidad de Lebrija y de otras cercanas como Las Cabezas, El Cuervo y Trebujena.

Los primeros meses de aquel primer curso del bachillerato laboral lo pasamos en el antiguo edificio del Grupo Escolar, pero en ese mismo curso nos trasladaron a un nuevo edificio, que por lo menos a mí me produjo una impresión extraordinariamente positiva y estimulante. Si bien, visto desde hoy y en su conjunto, aquel complejo de edificaciones se parecía más a una fábrica industrial que a un instituto educativo y de formación. Pero la verdad es que asistir al estreno de todas la aulas y talleres con mobiliarios casi todos nuevos y unos laboratorios auténticamente dotados con todos los requisitos materiales y técnicos más modernos, me impresionó y me gustó muchísimo. Recuerdo hasta con emoción el aula de Dibujo que tenía unas mesas grandísimas como las de los delineantes o también el Taller de Mecánica en el que había un automóvil sin carrocería para desguazarlo y volverlo a montar por los alumnos, además de las mesas de trabajo individuales en mecánica, carpintería y electricidad. Y desde luego lo más emocionante era un pequeño tractor de marca DEUTZ en el que todos los alumnos aprendíamos a conducirlo. Puedo decir por tanto emocionado, que todo aquello no solo estimuló mis ganas de estudiar, sino que sobre todo me produjo un impacto extraordinario, algo por cierto que visto desde hoy era un auténtico privilegio. De hecho y salvo en los centros de Formación Profesional, aquellas instalaciones dotadas con tanto material no las he visto en ningún otro lugar, ni cuando la EGB se extendía hasta los 14 o 16 años, como tampoco en los centros de BUP que conocí.

Sin embargo, en aquel instituto, nos obligaban a llevar un uniforme paramilitar compuesto por camisa caqui con con bolsillos y hombreras, pantalones largos grises y una boina tipo boy-scouts. Con aquel disfraz, nos obligaban nuevamente a cantar todas las mañanas y todas las tardes en la ceremonia de alzar y arriar la bandera, como si estuviésemos en un cuartel. El himno de rigor era el de “Prietas las filas“, algo que desde luego a los nuevos como yo nos impresionaba con una mezcla de temor y extrañeza.

La Universidad Laboral no estaba en lo que hoy es la Universidad Pablo de Olavide?
Muchas gracias `por tu atención querido y con mis mejores deseos de salud, paz y bien. Efectivamente, la Universidad Laboral estaba en lo que hoy es la Pablo Olavide. No obstante, los escasos Institutos Laborales estaban distribuidos por zonas o sectores de una cierta importancia económica, ya fuese industrial, marítimo-pesquera o agrícola-ganadera. Un gran abrazo.