
Intencionadamente he querido colocar como símbolo musical de este segundo artículo, la famosa y universal canción “Y en eso llegó Fidel” del conjunto de “Carlos Puebla y los Tradicionales“. Unos músicos, por cierto, que junto a otros muchos cantores cubanos realizaron, no solo una tarea de divulgación y conocimiento inmensa sobre la “Revolución Cubana“, sino sobre todo una labor pedagógica de alto contenido ético y político. Esta canción la escuché por vez primera en 1974 cuando hacía el servicio militar en Ceuta. Me la enseñó en riguroso secreto clandestino mi compañero de filas Antonio Falcón Romero, otra de las más de 53.000 muertes que se ha llevado la pandemia del Covid-19 en nuestro país. La traigo aquí, por dos razones. La primera porque esta canción ha representado y sigue representando para mí un himno que me da fuerzas y me anima a rebelarme y luchar contra toda forma de injusticia, aunque desde luego, yo ya no creo en salvadores ni líderes carismáticos que terminan por eternizarse en el poder. Y la segunda porque sin duda alguna, el triunfo de la Revolución Cubana el 1 de enero de 1959, creo que representa un punto de inflexión que abre una década de sueños y esperanzas para las grandes mayorías empobrecidas del continente latinoamericano y para aquellos países del mundo que se llamaban “subdesarrollados“.
A la distancia de sesenta años, puedo fehacientemente decir que afortunadamente aquellos años 60 del pasado siglo XX los pasé dedicado íntegramente a aprovechar la oportunidad de estudiar gracias a que mis padres, a quienes les debo todo lo que hoy he llegado a ser, se empeñaron desde el primer momento en “obligarme con cariñoso imperio” a que estudiara. De hecho y cuando tenía tan solo siete años, se cambiaron de ciudad con el fin de que yo pudiera enmendar mi inicial fracaso escolar y poder así estudiar bachillerato tres años más tarde.
En aquel tiempo, los niños y niñas que estudiaban el bachillerato, o lo que se llama ahora Enseñanza Secundaria, eran una franca minoría dado que no había Institutos en ningún pueblo. Los pocos que había estaban en las capitales de provincia. Pero además, aquellos institutos de las capitales estaban en una gran mayoría regentados por la Iglesia Católica y sus diferentes órdenes religiosas.
Obviamente, el destino de la población rural y agrícola, así como la población obrera que abarrotaba las áreas metropolitanas de las capitales, generalmente nunca pasaba por pensar en estudiar bachillerato e ir a la Universidad. Sus opciones o bien eran salir de la Escuela Primaria lo antes posible para incorporarse al mundo de trabajo a una edad temprana, o también hacer Formación Profesional. Había como dos redes de escolarización. Una destinada a las clases altas rurales y urbanas y la otra en la que estudiaban la gran mayoría de la población que era la formada por las clases obreras y populares. Como decía el prestigioso sociólogo de la educación Carlos Lerena, todo estaba muy bien planificado, con el fin de “dar a cada uno su merecido” en función del origen social de procedencia. De este modo si habías tenido la suerte de nacer en una familia acomodada, todo serían oportunidades y privilegios, pero si tus padres eran de la clase trabajadora rural o urbana, tu suerte necesariamente estaría constituida en mayor o menor grado, por inconvenientes y dificultades.
Desde luego hay que decir también que aunque pertenecieses a las clases bajas o populares había algunas escasas excepciones. De este modo, si conseguías muy buenas notas podías obtener una beca, algo que siempre era una oportunidad para seguir estudiando, pero siempre que estuvieras entre los tres o cuatro primeros de una clase que tenía cuarenta alumnos o más. Este fue afortunadamente mi caso, que cuando lo veo a estas alturas de mi vida, lo considero una auténtica suerte y privilegio. No obstante, era también como una pesada mochila de responsabilidad moral ante tus padres y ante ti mismo, ya que si no obtenías los resultados exigidos para la beca, tu destino sería el de ponerte a trabajar de inmediato en lo que encontraras.
A mí, al igual que otros adolescentes y jóvenes de mi generación que vivíamos en pueblos, nos tocó la lotería de que en algunos de ellos crearan “Institutos Laborales“, o aquellos que se llamaban “Colegios Libres Adoptados“, lo cual nos permitió estudiar bachillerato, ya fuese laboral o general. Sin embargo, aquellos bachilleratos laborales, no solo eran más difíciles y duraban más años, sino que por lo general estaban destinados a hacer después carreras técnicas o el Magisterio, del que se decía en aquel tiempo que eran los estudios que hacían “los ricos torpes y los pobres listos“. Por eso, desear estudiar una carrera larga como Medicina, Derecho, Ingeniería o cualquier licenciatura universitaria, era para la mayoría de los jóvenes de mi generación un sueño muy difícil de realizar. No obstante, hubo sin duda excepciones que lo consiguieron.
Una de aquellas excepciones era la constituida por aquella minoría de alumnos brillantes y excelentes que conseguían una beca para estudiar en la universidad para lo cual había que sacar, si no recuerdo mal, una nota media como mínimo de notable y en el caso de las becas-salario de sobresaliente. Es obvio que quien llegaba a esos niveles de resultados escolares eran una minoría, minoría procedente de un sistema escolar en el que se excluía, bien por abandono o por malos resultados escolares a muchísimos jóvenes que eran siempre los procedentes de las familias socialmente más vulnerables. Y era obvio también que si conseguías buenos resultados escolares, al margen de que tuvieras suficientes capacidades y grandes dosis de esfuerzo, el resultado final dependía de tu adaptación al sistema escolar obedeciendo a sus normas disciplinarias así como de los complementos formativos que se adquirían en las “clases particulares“. En cualquier caso y aunque te esforzases mucho no necesariamente tus resultados escolares te conducirían a la oportunidad de conseguir una beca.
La otra excepción era la procedente de aquellos alumnos de familias acomodadas, que obviamente nunca tuvieron que someterse a la “espada de Damocles” a la que estaban sometidos los hijos de las familias humildes y de la clase obrera. Así, los hijos e hijas de las clases medias y altas podían permitirse estudiar en la capital sin ningún problema de gastos de estancia y manutención, como tampoco de obtener buenos resultados académicos.
En cualquier caso, una parte importante de los alumnos exitosos de aquel Bachillerato Laboral o bien terminaban haciendo lo que se llamaba “peritaje” (Ingeniería Técnica) o estudiaban Magisterio, algo que no era el fruto de una opción profesional libre, sino de la imperiosa necesidad de hacer una carrera corta y ponerse a trabajar cuanto antes.
En definitiva y después de tanto tiempo, no puedo evitar el sentirme hoy como un privilegiado ya que en aquella década de los 60, la mayoría de los jóvenes españoles estaban ya trabajando en lo que hiciera falta, mientras que yo tenía la fortuna de estudiar y aspirar a hacer al menos una carrera corta. Un privilegio al que debo sumar el hecho de no haber sido golpeado, detenido o sancionado por la represión franquista, algo que en aquella década era lo que habitualmente les ocurría a los jóvenes y trabajadores que se atrevieran a levantar la voz contra cualquier forma de injusticia o discriminación.
Así pues la década de los sesenta yo la pasé íntegramente estudiando y sin ningún percance represivo de importancia, porque además daba la casualidad de que mi padre, el que empeñó todo su esfuerzo y sacrificio para que yo siguiera estudiando durante los dos años que no obtuve beca, fue un militar absolutamente franquista. Y esto era evidentemente una circunstancia, que si bien me podía proteger, a mi desde luego lo que me producía era estar en un estado de alerta y temor permanente en el sentido de que si me sancionaban por cualquier motivo fuera, la bronca y el disgusto que me esperaba con mi padre era siempre redoblado. Y como resultaba que yo en mi casa lo único que escuchaba eran vivas a Franco y todo un repiqueteo constante de recomendaciones para que fuera siempre a misa, pues verdaderamente aquel tiempo de salvaje y criminal represión ni me afectó, ni hizo mella en mí. Por tanto, mi transformación cultural, religiosa, social y política nació en realidad a partir de 1968 y especialmente cuando comencé a estudiar Magisterio en 1969 con 17 años.
