Memoria personal de los 60′ (7): culpa, represión y estupidez

Línea separadora decorativa de KRISIS

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«…A lo largo de estos veintidós últimos años de democracia se ha producido un doble proceso con un doble objetivo: por un lado, olvidar la dictadura, como si el conjunto de la sociedad española hubiese padecido un fenómeno de amnesia colectiva sobre su más reciente pasado; por otro, rebajar todo lo posible el nivel de tiranía de aquel régimen y relativizar al máximo los efectos devastadores que tuvo para la sociedad española. Porque se ha confundido amnistía política con amnesia histórica, reconciliación con olvido… De aquella época se habla poco y se escribe menos no sólo porque se piense que es un tema políticamente incorrecto, sino porque en el fondo se tiene miedo a hacerlo. Hay personas que todavía hablan en voz baja de aquel periodo. Eso explica fenómenos tan inquietantes como que en la enseñanza de esa época se pase como sobre ascuas, sin entrar en el fondo de su significado…»

SARTORIUS, Nicolás y ALFAYA, Javier.
La Memoria Insumisa: Sobre la dictadura de Franco. Espasa. Madrid. 1999.



Para la dictadura franquista y todas las clases sociales dominantes y explotadoras de la Historia mundial, el invento del Infierno o cualquier forma de creencia en castigos eternos, fue verdaderamente una genialidad de extraordinaria utilidad y eficacia para sus intereses. Con este gran invento de tan lucrativos y tranquilizadores beneficios para los poderosos, ya no era tan necesaria la policía y los procedimientos de represión física. Bastaba con dejar o facilitar todo tipo de privilegios a los funcionarios sacerdotales, para que en sus prédicas doctrinarias inyectaran diversas formas de represión interior y culpabilidad. Desde luego, lo que se perseguía era instalar en nuestras mentes de forma permanente, una especie de policía de la conciencia que estaba ahí siempre para crearte miedo y culpabilidad. Si se te ocurría simplemente pensar de otra manera, hacerte preguntas, imaginar otro tipo de sociedad o forma de vida, discutir los preceptos del catecismo o dar rienda suelta a tus pensamientos o impulsos y deseos sexuales, ahí estaba la policía interior de la conciencia para advertirte que te consumirías eternamente en las llamas del Infierno. Y desde luego, si esta policía interior no producía los efectos esperados, pues ahí estaba la policía exterior y su amplia estructura de agentes, ya fuesen estos, policías reales, autoridades, funcionarios sacerdotales, profesores o los propios padres. siendo estos los encargados de administrar las medidas sancionadoras o amenazantes necesarias.

        La clave del entramado psíquico de toda esta gran estupidez, obviamente consistía en generar desde la más tierna infancia un doble sentimiento. De un lado el miedo a la autoridad siempre indiscutible e incuestionable y de otro una culpabilidad alienada. Con el miedo se bloqueaban todos los deseos con la amenaza del castigo o la sanción y si este no funcionaba, una vez realizado un acto de desobediencia superador del miedo, pues no había problema, porque el castigo ya estaba garantizado de antemano con el sufrimiento interior de la culpabilidad, que en su caso se reforzaba con el estigma y el desprecio social. Autoridad y obedienciaPensaras lo que pensaras o hicieras lo que hicieras, toda tu conducta individual estaba controlada por la policía, ya fuera esta, interior o exterior. En consecuencia, la asfixia mental era total, sencillamente porque todo o casi todo era pecado, salvo el obedecer, agradecer y ensalzar las supuestas bondades de un Régimen criminal y de la “santa madre iglesia católica apostólica y romana“. Hasta el catecismo decía que siempre seríamos pecadores, ya que se podía pecar de pensamiento, palabra, obra y omisión, pecado que siempre sería “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa“. Menos mal que años más tarde me di cuenta de que había otro tipo de curas, en franca y escasa minoría, que me decían que el mensaje de Jesús, si servía para algo, era para que fuéramos más libres, alegres y felices y que incluso me animaban a desobedecer cuando mi conciencia sintiera que me estaban o nos estaban haciendo algún daño. Y menos mal que ese tipo de curas comenzó a ampliarse a partir del año 1962, cuando el Papa Juan XXIII. el Papa Bueno, inauguró el Concilio Vaticano II.

        En realidad los jóvenes de aquellas generaciones entre las que me encuentro, nacimos con la culpabilidad y el miedo instalados en el cuerpo y en el alma. El miedo a la figura de ese padre que era la encarnación de Franco y de los valores del autoritarismo o del militarismo. El miedo a ese Dios castigador e insaciable vengador, que salía dibujado en las enciclopedias con un triángulo en el que había dentro un ojo que todo lo veía. El ojo de DiosY el miedo también, por no decir el pánico, de aquellas familias aterrorizadas por la represión, la tortura y el crimen que el franquismo administró a sus miembros, provocando así daños y dolores irreparables, simplemente por defender la legitimidad democrática de la II República española, no aceptar la dictadura o sencillamente por ser librepensadores o de otra condición religiosa o sexual.

        En aquellos años, la atmósfera y la normalidad social consistía sencillamente en obedecer a cualquier capricho o estupidez que se le ocurriera, al padre, al maestro, al cura y por supuesto a las denominadas autoridades del “Movimiento Nacional“. Y esa obediencia normalizada socialmente por el miedo a la represión y al castigo, se consagraba con tradiciones religiosas y folclóricas. De esta forma se legitimaba culturalmente la dictadura, dando normalidad al machismo, racismo, españolismo, autoritarismo y por supuesto al fascismo que habitaba legalmente no solo en las iglesias y en las instituciones creadas por un Régimen criminal, sino en las mentes de la mayoría de los españoles.

        Eran muy pocos los adolescentes y jóvenes que se atrevían y arriesgaban a desobedecer, ya que si lo hacías te esperaba  la reprimenda o el tortazo de tu padre, la delación o el chivatazo de tus compañeros o vecinos, o las palizas en comisaría si te habían pillado en una manifestación o con algún tipo de panfleto pidiendo simplemente libertad. En los casos más suaves, bastaba con llevar el pelo largo si eras muchacho, llevar la falda un poco más corta si eras chica, llegar tarde a casa, contestar o simplemente preguntar inocentemente algo que se consideraba caprichosamente improcedente por tu maestro o tu padre, para que te llevaras una bronca o un sofocón. Y no digamos si un día hacías alguna travesura o si se te ocurría “hacer rabona” y no asistir a clase o faltar a  misa, porque entonces el castigo sería doble o triple, con lo cual ya te etiquetaban de por vida, cumpliéndose así el dicho de que “una vez maté un gato y me llaman matagatos“.

        De este modo, tus al principio inocentes actos de desobediencia, se reforzaban, porque hicieras lo que hicieras, tu etiqueta de “matagatos” te perseguía siempre. Claro que, si la culpa te atrapaba, ya no tenías escapatoria de ninguna clase porque el sufrimiento interior e invisible ya se encargaría de hacer su trabajo, no solo en la infancia y la adolescencia, sino incluso, en los casos más graves, en la edad adulta. No obstante aprendías, que a pesar de las amenazas y temores y dado el caso, valía la pena contestar y desobedecer, porque si tu etiqueta ya no te la quitaba nadie, nada tenías ya que perder. Ahora bien, ya fuera fingiendo, mintiendo, contestando o desobedeciendo, tenías que andarte con cuidado. Así, aprendías también a desarrollar una especie de inteligencia de escape en cierta medida parecida a la estrategia de guerrillas consistente en atacar y huir rápidamente. Por eso y aunque yo tuve la gran fortuna de que nunca me detuvieran y mis actos de desobediencia se reducían al ámbito escolar y alguna que otra travesura social, puedo decir a boca llena que ni el franquismo, ni el nacionalcatolicismo hicieron mella en mis ansias cada vez mayores de libertad y de pensar con mi propia cabeza. Por eso me siento plenamente identificado con la famosa frase de Marcelino Camacho cuando salió de la cárcel de Carabanchel en 1975: “Ni nos domaron, ni nos doblaron, ni nos van a domesticar“.

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