

Mi primera experiencia en la Escuela Primaria en el curso escolar el 1958/59, fue un completo fracaso en todos los órdenes y eso que contaba con la ventaja de haber estado en el preescolar de las monjas e incluso con un supuesto plus de atención, dado que el maestro era un pariente lejano de mi padre. No sabía apenas leer, ni llegué a escribir ni calcular correctamente, aunque desde luego, ahora creo que aprendí otras cosas. Aprendí a asustarme y a tener mucho miedo, dado que los gritos atronadores de aquel maestro y los palmetazos que sorpresivamente daba en la mesa, me tenían siempre en vilo y atento. Y si no estaba atento, bien sentado y mirándolo fijamente cuando recitaba sus peroratas o nos ponía a rezar, podía recibir alguno de los golpes con los que alegremente estimulaba a los alumnos que consideraba más revoltosos.
Mi padre, adepto y adicto a aquel régimen católico-militar, tenía a menudo el mismo estilo que mi maestro, por eso lo que yo hacía y me pasaba en la escuela, era para él perfectamente asumido y natural. Tanto era así, que si recibía alguna queja sobre mí, estaba perdido, porque el castigo entonces se multiplicaba por dos. Sin embargo, mi padre, debajo de sus modos disciplinarios y autoritarios de concebir mi educación, estaba obsesionado por que yo estudiara y tuviese éxito en la escuela. Por ello, y al comprobar mi absoluto fracaso escolar en aquel curso 1958/59 decidió cambiarme de escuela y me matriculó en un colegio particular regentado por religiosos franciscanos, creyendo que allí recuperaría todas mis dificultades y lagunas de aprendizaje.
Pero si mi primera experiencia escolar fue mala con aquel maestro-militar de la Escuela Nacional, en el nuevo colegio franciscano en el que estuve durante el curso 1959/60 fue todavía peor si cabe. Yo inicialmente era un niño asustado que ya había sido marcado tanto por el miedo a mi padre, como por el miedo al profesor y a sus castigos. Pero lo que nunca me esperaba, es que con el cambio de escuela, esa marca se reforzaría aun más. Allí, los castigos físicos eran todavía más duros y severos. Recuerdo a un tal fray Antonio que me pegaba con una gruesa regla en la mano cada vez que me equivocaba calculando o escribiendo. Un castigo muy refinado, porque para aumentar el dolor, la mano nos la hacía poner hacia arriba, hacia abajo o en forma de huevo con los dedos apiñados. En realidad, aquel fraile, era un especialista en impartir diversos tipos de castigos físicos por no decir de tortura. Su obsesión era el silencio, la obediencia y la inmovilidad, y si ese clima no se podía conseguir, pues además de aplicar “la regla de tres” (manos arriba, manos abajo y manos en huevo), adoptaba otras variedades de disciplina. Tenía diversas modalidades de castigos: estar de pie o de rodillas sin apoyarte en nada durante un buen rato; con los brazos hacia abajo o en cruz y en ocasiones soportando el peso de uno o varios libros. En aquella clase de Fray Antonio, era frecuente ver algún alumno castigado de rodillas mirando a la pared con los brazos en cruz y con libros haciendo peso en las manos, algo que pude experimentar por mi mismo en alguna ocasión.
Así que en aquel colegio de frailes, solamente estuve también un curso escolar, porque tampoco aprendí nada escolarmente útil, aunque reforcé y aumenté mi miedo. Un miedo que con el tiempo se hizo interno, inmotivado e inexplicable, acompañándome a lo largo de muchos años en mi vida. Quedé pues con un cierto grado de incapacidad para hacer frente a situaciones de dolor y sufrimiento, en gran parte imaginadas, ocasionándome así diversos conflictos psicológicos y sociales, de los que todavía, a mis años, no estoy libre del todo. Y es que como dice Kishnamurti «Cuando somos niños, el temor se nos inculca a la mayoría de nosotros en la escuela y en el hogar (…) La verdadera educación debe tener en consideración este problema del temor, porque el temor deforma nuestra visión total de la vida. No tener miedo es el principio de la sabiduría, y sólo la verdadera educación puede lograr la liberación del temor, en la cual existe únicamente la profunda inteligencia creadora»1 Ref.KRISHNAMURTI, Jiddu. El propósito de la educación. Edhasa. Barcelona.1992.. Aquello pues, no era en absoluto Educación, sino domesticación salvaje e inhumana legitimada social y culturalmente por una dictadura cruel y una Iglesia Católica medieval e inquisitorial.
Sin embargo, fue en aquel curso escolar de 1959/60, donde creo que comenzó también, uno de los que considero mis mayores aprendizajes existenciales gracias a las diversas estrategias de huida y supervivencia que fui adquiriendo poco a poco en un medio hostil como aquel. Ahora creo, que mi confabulación y complicidad con los compañeros más traviesos y revoltosos, fue la que me permitió comenzar de forma natural e incluso lúdica, ya en la adolescencia, a resistir y a desobedecer de forma plenamente consciente. Aprendí de alguna manera a huir y rebelarme, una incipiente forma de aprendizaje de la estrategia de guerrilla, producto de la indignación y la rabia que se incrustó fuertemente en mi interior en la segunda infancia y que se desarrolló plenamente a lo largo de toda mi adolescencia y gran parte de la adultez. Un aprendizaje que aunque reconozco en este instante, que fue básica y primariamente reactivo e impulsivo, creo que de forma indirecta no exenta de conflicto y sufrimiento interno, me sirvió, no sólo para sobrevivir, sino también para afirmar mi dignidad e ir construyendo, años más tarde, mi identidad y mi autoestima, a pesar de que muchas veces ésta apareciese desdibujada y ensombrecida por la ira, la rabia, la soberbia o el orgullo. Cuánta razón lleva Krishnamurti (1991) cuando dice que «Es necesaria una cultura nueva. La vieja cultura está muerta, consumida, sepultada, hecha trizas, vaporizada. Ustedes tienen que crear una cultura nueva. Una cultura nueva no puede basarse en la violencia. La nueva cultura depende de ustedes, porque la vieja generación ha construido una cultura sustentada en la violencia, en la agresividad, y eso es lo que ha originado toda esta confusión, toda esta desgracia»2 Ref.Ibidem.

Referencia
Aunque con 10 años de diferencia, la educación no había cambiado nada y el miedo que nos inculcaron creo que todavía lo tengo.
El lobito bueno, se la canto a mis nietos a la hora de dormir.
Aquello nos marcó tanto a niños como a niñas, pero a vosotras fue peor porque os inferiorizaron, invisibilizaron y os pusieron las cosas más difíciles. Adelante siempre !!!